martes, 7 de febrero de 2017

SALUD MENTAL Y AMOR CONSCIENTE

Somos herederos de nuestra mente pasada y dentro de un año o de diez heredaremos la mente que vayamos haciendo, cultivando y reeducando desde ahora. Buda declaraba: «Aplicaos a la medita­ción; no tengáis luego que arrepentiros». Somos en buena parte ar­tífices de nuestra mente. Podemos abandonarla a su suerte y ella se irá habituando más y más, anquilosando y envejeciendo prema­turamente. Pero podemos trabajar sobre ella, liberarla de negatividades y trabas, poner las condiciones para que se renueve, esté fres­ca y perceptiva, joven y creativa.
Hay que orientar la mente, ordenarla y enfocarla con cordura. Los enfoques le hacen mucho daño y nos perjudican mucho. La mente tiene que aprender a confrontar las cosas como son y proce­der en consecuencia. Y tiene que aprender —esto es muy impor­tante para su evolución y bienestar— a manejarse con sus propios pensamientos, por un lado, y con el placer y el sufrimiento por otro. Todos buscamos y perseguimos la felicidad y todos detestamos el sufrimiento. Así es para todos los seres semientes, pero lo que en los animales es más biológico e instintivo, en el ser humano se ve reforzado, para bien y para mal, por su pensamiento sofisticado. Así el ser humano se las arregla para gozar más, pero también sufre mucho más. El pensamiento descontrolado es fuente de sufrimien­to y el ladrón de toda felicidad. Además, hay que saber dónde bus­car y hallar la felicidad. No puede estar en el exterior solamente. La parábola bíblica del hijo pródigo es muy significativa. El hijo descubre que la felicidad no está fuera del hogar (interior) y tiene que volver a casa (a su interioridad) y reconciliarse con el padre (la naturaleza real). En el exterior hay diversiones, placer y otras grati­ficaciones, pero la armonía y la quietud, la fuente de la felicidad es interior. El proceso externo, si no va seguido por el progreso in­terior, no proporciona la felicidad. Por desgracia, interiormente he­mos variado muy poco del cavernícola. Hemos logrado la superindustrialización, la hipertécnica y un notable confort externo, pero ¿dónde seguimos situados interiormente?
Hay que afrontar que la vida nos proporciona placer y dolor. Podría ser de otra forma, sí, tal vez, pero no lo es. El ego infantil se niega a la realidad y alimenta sus autoengaños y resistencias con tal de no confrontarla y bregar con ella. Pero de esa manera se enquista en su propia ilusión y ofuscación, frustrando toda evolución. Lo cierto es que la existencia conlleva alteraciones agradables para nuestro sistema nervioso, que nos placen, y alteraciones desagrada­bles, que nos displacen. Por nuestros códigos y tendencias y por los imperios de la biología ciega, lo que sentimos, creemos o pensamos que nos gratifica, nos causa disfrute, y lo que nos desagrada, nos provoca sufrimiento. Pero lo mismo que nos gratifica nos podría desagradar, si los códigos fueran diferentes; de hecho, a menudo lo que ahora nos entusiasma luego nos puede parecer grotesco, y lo que amamos, más tarde podemos detestarlo. Las ambivalencias amor odio son comunes y nuestras variaciones emocionales tam­bién. Hay una fijación neurótica, eso sí, en nuestro estrecho punto de vista, en los conceptos y las ideologías. Los conceptos son algo muerto, y con lamentable frecuencia un puñado de conceptos divi­den y separan a los seres humanos.
Si el placer y el dolor caminan codo con codo, habrá que apren­der a manejarse con uno y otro, para que la ausencia de placer no provoque automáticamente dolor y para no añadir más sufrimiento
al sufrimiento. ¿De qué depende? De nuestra actitud, de cómo flu­yamos con uno y otro, de nuestra reactividad. Si como dicen los yo­guis pudiéramos situarnos en el centro del dolor y del placer y ser nosotros mismos :i pesar de uno u otro, no habría problema, pero es difícil ganar esa energía precisa y clara de ecuanimidad, a menu­do estamos naufragando tanto con el dolor como con el placer. Nos manejamos mal cuando se presenta el placer; peor cuando se pre­senta el dolor. Investiguémoslo.
Los sentidos (y la mente es el sexto sentido) en contacto con los objetos generan deseo y subsiguiente apego. Cuando el placer viene no nos basta con disfrutarlo aquí y ahora, con lucidez y cierta ecua­nimidad. Queremos repetirlo, intensificarlo, nos aferramos a él, an­helamos reasegurarlo e inmortalizarlo. Surge la desatada avidez, la demanda neurótica de seguridad (cuando ni siquiera es seguro que hoy podamos volver a casa). El pensamiento —el gran coleccionista compulsivo, el desenfrenado codicioso— entra en acción y genera más y más aferramiento. Pero si consideramos que todo es transito­rio y efímero, cambiante y variable, ¿adonde conduce ese aferra­miento? Cuando el placer cesa o se pierde, conduce al dolor. Cuan­do uno lo siente amenazado, también sobreviene el dolor. Si uno se satura, se hastía o cae en la rutina; si no logra saturarse, el ego se siente insatisfecho, frustrado y vapuleado. Ni siquiera el disfrute es disfrute. Nos engancha, nos encadena, nos hace sus adictos, nos vive y toma en lugar de vivirlo y tomarlo. Es un placer mecánico que provoca dolor antes o después. Por falta de correcto entendi­miento, queremos que lo transitorio sea permanente, que en el en­cuentro no esté ya la simiente de la separación y que lo compuesto no se descomponga. Es la actitud del niño que acarreamos con no­sotros; es el enfoque paranoico de la vida. Pero se puede disfrutar desde la lucidez y la ecuanimidad, aquí y ahora, sin dejar que el compulsivo pensamiento anhele proyectar ese placer en el futuro, ni demande excesiva seguridad, ni se aferré neuróticamente a él. Viene el goce y gozo. Deviene la sensación agradable y la disfruto, sin avidez, ni codicia, ni insania mental. Todo es mucho más escue­to y sencillo de lo que quiere el pensamiento codificado con programas de más acumulación, repetición, seguridad. Es por culpa del pensamiento que al comer el cebo nos tragamos irremisiblemente el anzuelo. Ese pensamiento ávido ha sembrado la tierra de dispu­tas, guerras, masacres y dolor sin fin. Hay algo de monstruoso en ese pensamiento egomaníaco, insatisfecho, incapaz de llenar su propio vacío voraz y sin fondo.
Pero, como decía, nos manejamos aún peor con el sufrimiento. ¡Cuánto sufrimos por no querer sufrir! ¡Cuánto parcheamos, amor­tiguamos, enmascaramos, hacemos componendas, nos resistimos con autoengaños y escapismos! Así el sufrimiento es siempre inútil y destructivo. El sufrimiento mecánico mina y deforma. Por nuestra equivocada actitud, nos damos dos golpes por no querer darnos uno, añadimos sufrimiento al sufrimiento. Queremos descartar el sufrimiento inevitable y generamos más tensión. Aun al peque­ño sufrimiento nuestra mente le añade más sufrimiento, pues nos resistimos y nos resentimos, se desencadenan las negatividades mentales, nos lamentamos, nos llenamos de aversión, odio, ira y desesperación. Como dice el Buda, al primer dardo añadimos un segundo innecesario. Sufrimos así dos veces en lugar de una, del mismo modo que el que tiene una obsesión y se obsesiona por no tenerla, suma dos, o el que teme a sus temores y los prolonga ad infinitum. Así es la mente empañada y enemiga. No fluye, no se abre, y en su rigidez se quiebra como una rama seca. Pero es posi­ble conquistar una actitud sabia de ecuanimidad, saber fluir, ser uno mismo ante el dolor y el placer, el triunfo y la derrota, el en­cuentro y la pérdida. Y aunque desde nuestro nivel de conciencia no podamos ni concebirlo, existe una energía especial en el sufri­miento lúcido y dispone de su inspiración y mensaje, pudiendo además ser instrumentalizado para desarrollar ecuanimidad, pa­ciencia, tolerancia, conciencia alerta y limar la autoimportancia y la infatuación. El sufrimiento puede convertirse en un aliado.
Nuestra mente es un hervidero de tensiones; tiene sus códigos, sus herencias, sus manías, sus paranoicas fantasías. Pero la mente es todo. En esa sima sin tiempo, arrastramos las autodefensas prehumanas y se han ido instalando firmemente muchas trabas, que luego el pensamiento humano no sólo no refrena, sino que poten­cia. Pero la misma mente tiene la capacidad de darse cuenta de su desorden e insania y poner remedio. Si conserva un gramo de cor­dura, puede modificarse y mejorarse. De otro modo, seguirá siem­pre alimentando sus celos, odios, iras, resentimientos, complejos de inferioridad superioridad, egocentrismo y oscuridad. Esa negatividad de la mente castiga el cerebro y daña el cuerpo. Hay que en­frentar todas esas emociones negativas y reorientarlas, no reprimir­las. Deben someterse a atenta observación, sondearlas y darles la vuelta. La ira no es más que ausencia de amor, compasión y paz, como el odio o los celos. Ante todo uno tiene que verse tal cual es, sin arrogarse cualidades que no se tienen. Hay que romper los mecanismos ladinos del autoengaño que tratan de mantener a flote nuestro ego idealizado o imagen narcisista. Hay que entrar en uno mismo con la observación clara y ver las herencias prehumanas, los códigos, el poder ciego de la biología, las primitivas reactividades y cómo el pensamiento descontrolado ha ido potenciando todo ese material. Ocultarse la propia realidad psíquica genera más angustia y dolor. Pensamientos y emociones negativos crean surcos de con­ciencia negativos y dañan el cerebro y alteran innecesariamente las sustancias orgánicas. Por el contrario, las emociones positivas son un bálsamo purificador, un tónico reconstituyente, favorecen el ce­rebro y el cuerpo, mejoran la relación humana, integran. Mediante la observación precisa y ecuánime de nosotros mismos vamos refre­nando las reacciones desproporcionadas y negativas y logramos un modo menos mecánico de pensar, sentir y relacionarnos. Y en la medida en que vamos enfocándonos mejor y utilizando mejor el entendimiento, la relación con los otros se facilita, porque ya no lo hacemos desde nuestras fantasías y expectativas infantiles, no crea­mos resistencias inútiles, no involucramos nuestros conflictos y complejos, no hay tanta autoimportancia que se ofende o se resien­te por nada, no hay sentimientos perturbadores de competencia. Nos adaptamos mejor, somos menos vulnerables, no necesitamos afirmarnos narcisistamente ni alimentar el feo y acartonado egocen­trismo, no anhelamos sentirnos esenciales o superiores; somos más felices y hacemos más feliz la relación. Hay que ir descubriendo antedíganos, autodefensas, autoafirmaciones y reacciones egocéntricas que levantan pesados muros entre nosotros mismos y entre nosotros y los demás. La atención aplicada en cualquier momento y circunstancia nos ayuda a mirarnos y sentirnos con imparcialidad tal cual somos. Así nos vamos comprendiendo y poniendo al descu­bierto nuestros neuróticos modos y artimañas para apuntalar la autoimportancia, que nos hace débiles, arrogantes, fatuos y nos dis­pone para sentirnos heridos u ofendidos a la primera de cambio. Hay que explorar en las propias tendencias egocéntricas para irlas neutralizando. Por la autoimportancia somos tan vulnerables, nece­sitamos competir y demostrar, manejamos el complejo de superiori­dad e inferioridad, somos tímidos, cerrados, contraídos, egomaníacos y temerosos. No hay progreso interior ni real maduración sin la superación de esas rígidas estructuras egocéntricas y de autoafirmación. La observación clara de nosotros mismos nos ayudará a descu­brir nuestras inclinaciones en todos los sentidos.
El control del pensamiento y de las emociones es el resultado de la represión, el miedo y las autodefensas, es feo y seco, es una máscara de hierro. Pero el control resultante de la lucidez mental, de la claridad de los enfoques de la ecuanimidad, es fluido, abier­to, bello. Mediante ese control verdadero y no represivo, logramos limpiar el pensamiento de avidez, aversión, malevolencia, autoengaños y mecanicidad y, además, desplazamos las emociones negati­vas mediante el cultivo de las positivas. La mala voluntad que anida en el pensamiento humano desde hace milenios y milenios ha orga­nizado las grandes tragedias de la humanidad. Mediante la con­ciencia despierta, uno puede mantenerse en su espacio de quietud a pesar del placer y el dolor, el agrado y el desagrado, lo favorable o lo adverso. Se evita así mucha tribulación e innecesaria aflicción. Así va sobreviniendo esa fecunda tranquilidad interna que propor­ciona una alegría natural y no depende de factores externos. Soltan­do lastre, iremos completando nuestra evolución interna. Están los lastres heredados de la especie y los lastres psicológicos. Hay que aprender a soltar. No sólo no ocurre nada, sino que uno se libera
de cadáveres perniciosos. Soltarse, aflojarse, plegarse sabiamente como el libro que ni el huracán puede alterar. No oponerse con tensión, no generar conflicto. Saber utilizar bien los medios hábi­les, adaptarse pero no resignarse, aceptar lo inevitable pero no ab­dicar, ser inocente- pero no lerdo, abandonar la vanidad, la sober­bia, la falta de autoestima, el resentimiento. En la medida que maduramos, la comprensión se esclarece, porque ya no hay tantos impedimentos mentales que la distorsionen. Al gozar de una com­prensión más clara, sabremos mejor hacia dónde ir y cómo hacerlo, sabremos hallar las ocasiones más idóneas, daremos su justo valor a lo más esencial en la vida y nos perderemos menos en bobos ape­gos, mezquindades y necias preocupaciones. Al proporcionarle a cada momento su valor específico, habrá menos impaciencia; al comprendernos y comprender mejor a los otros, habrá más toleran­cia, menos manipulación, menos egotismo. Tenemos que afirmar la inteligencia primordial para seleccionar y poner en marcha los factores de crecimiento interior y neutralizar y evitar los de regre­sión. Habrá que descubrir las conductas negativas aprendidas y cambiarlas. Desde la propia aceptación, con amor por la propia energía de crecimiento pero sin el mal entendido amor propio narcisista, sin triunfalismos espirituales pero con un sentimiento de certidumbre en la Enseñanza, debemos comenzar a mudarnos y me­jorar. Hay que proponérselo y además poner los medios para ello. Hay que sondearse y poner al descubierto los prejuicios, preconcepciones, adoctrinamientos encadenantes, evaluaciones egocéntricas, temores infundados, afanes de competencia y manipulación, instin­tos de agresividad y todos los autoengaños que nos hacen pensar que somos amorosos, sinceros, tolerantes, comprensivos, honestos, compasivos y dadivosos, cuando por lo general somos lo contrario y nos complacemos en ser ventajistas aun en las relaciones más genuinas. Hay que librarse lo antes posible de las perversiones poli­morfas del ego infantil. También hay que vigilar la propia manera de conducirse con los demás, el comportamiento, las intenciones más secretas, la tendencia a criticar y censurar, los embustes y los sutiles juegos impositivos o manipulatorios, los reproches y exigencias, las ambivalencias y contradicciones. Hay que ordenarse interiormente y con los demás, dar la batalla a las tendencias neuróticas. Es un aprendizaje lento, pero fecundo. Hay que superar el incons­ciente vértigo a la libertad interior, el miedo a la autorrealización. Si estamos atentos y perceptivos, descubrimos muchas cosas, pero además el permanecer atentos ya es en sí mismo un modo de superar la neurosis. Nos daremos cuenta de los factores que nos producen ansiedad: afán de superioridad, obsesión por los resultados, mantener el prestigio y la imagen idealizada a cualquier costa, temor a ser des­considerados o desprestigiados o censurados por los otros, anhelo de elogios, y tantos otros que impiden la verdadera salud mental. Sólo habrá salud mental real cuando haya armonía. Sólo cuando haya ar­monía aprenderemos a relacionarnos genuinamente y empezaremos a poner los medios para que los demás sean felices.
Si fracasas en la relación humana, has fracasado en tu vida, di­cen los yoguis. La sabiduría de la mente no tiene valor sin la sabi­duría del corazón y es como una larga hilera de ceros sin una cifra que los preceda. Hay un arte que supera a todos: el arte del amor consciente.
El amor consciente se ejercita conscientemente y está en las antí­podas del amor egocéntrico, narcisista, egoísta y que antepone la propia gratificación. Es un amor que hay que irlo purificando de exigencias y reproches, expectativas infantiles, afán de posesividad, celos, inclinaciones de manipulación, ataduras y suspicacias. Es un amor desde la libertad, que requiere un esfuerzo de atención y sen­sibilidad, que pone los medios para que la otra u otras personas sean felices aun a riesgo de perderlas, que facilita su crecimiento y evolución y proporciona libertad y confianza, siempre renovado, sin esquemas ni rutinas, tomando nota de las necesidades ajenas, pro­curando consideración en lugar de reclamarla, sabiendo soltar cuan­do así es necesario, en apertura y disponibilidad. Pero sólo en la medida en que uno evoluciona conscientemente está en disposición de poder dar un amor así, que termina convirtiéndose en una acti­tud, en una especie de aroma que se exhala. Entonces se relaciona uno con madurez y no desde las fantasías narcisistas, ni empeñado en que nos cubran todas las expectativas, uno aprende a aceptar y aceptarse, uno disfruta de cómo le quieren en lugar de imponer cómo querría que le quisieran. Sólo en la medida en que vamos su­perando carencias y podemos amar desde la independencia interior, es posible el amor consciente y la relación genuina. De otro modo la relación está carente de verdadera comunicación y se convierte en un juego de egos o imágenes, siempre paralelas que no se hallan. El amor consciente tiene el marchamo de la seguridad. Puede variar el tipo de relación, pero el amor permanece. No es un compromiso externo, sino voluntario e intenso; es un amor que puede experi­mentarse hacia cualquier criatura y se va haciendo cada vez más ex­pansivo, fluido, compartido. La indulgencia y la benevolencia lo acompañan. Como dijo un yogui: «Porque soy débil, comprendo tu debilidad». Es un amor de cooperación, disponibilidad, lealtad. Un amor así no viene dado para cubrir huecos de soledad, no crea de­pendencias mórbidas ni alimenta carencias, no permite los celos ni las intransigencias, no sabe de servidumbres ni manipulaciones y menos de sutiles tendencias sadomasoquistas. Es un amor para el crecimiento y la plenitud.
Como me decía no mucho antes de morir el venerable Narada Thera, abad de un monasterio cingalés: de la verdadera inteligencia clara resulta el auténtico amor. Cuando un ser humano se realiza y brota toda su inteligencia primordial, descubre que estamos en el camino para ayudarnos y que la ley suprema es la del amor y la compasión. Pero como habitamos en el egocentrismo, las suspica­cias y sospechas, las autodefensas y la avidez más compulsiva, no tenemos ni la menor idea del verdadero sentimiento del amor.
La auténtica salud mental total se gana. La mente que ahora te­nemos es una mente tocada por la perturbación. No es exagerado decir que es una mente enferma, si entendemos por enfermedad ausencia de equilibrio, armonía y bienestar. Y una mente enferma y confusa crea enfermedad y confusión. La suma de mentes enfer­mas y confusas hacen una sociedad enferma y confusa. Las neuróti­cas mentes de los padres hacen mentes neuróticas en sus hijos. Así la mente sigue siendo una fábrica de dolor.

La mente puede cambiar. La mente puede modificarse. La men­te puede experimentar una mutación irreversible. Como indicaba el Buda: hay sufrimiento o insatisfacción y tiene una causa y se le puede poner fin y hay una vía para ponerle término. El sufrimiento está en la tracción de la vida, pero también en la mente. Podemos eliminar el sufrimiento de la mente, ese que viene dado por los en­foques incorrectos, la avidez y la aversión, la ofuscación, la malevo­lencia y la confusión. Tenemos que tomar conciencia de que esta­mos autoengañados, descubrir nuestros autoengaños y poner las condiciones para superarlos. La mente es como un músculo que puede desarrollarse; el cerebro también. En la mente se puede cambiar la conducta, el comportamiento y la relación. Ésa es la conquista de uno mismo, y no resignarse de por vida a la propia estupidez. Volviendo al Buda, declaraba: «Más importante que conquistar a mil guerreros en mil batallas diferentes es la conquista de uno mismo». El que la emprende, desde la propia aceptación y la mansedumbre, es lo que ha dado en llamarse un guerrero espi­ritual (sobre el que damos en el Apéndice una serie de sugerentes aforismos). Se puede seguir una disciplina adoptada libremente y a la luz del correcto entendimiento y avanzar en la evolución inte­rior. Aunque sólo algunos han alcanzado la cima de la conciencia, todos podemos irnos aproximando a ella, cada uno según sus capa­cidades. El proceso ya es la meta. Pero sin un firme trabajo sobre nosotros mismos el cambio interior se torna un mero concepto, o en el mejor de los casos un propósito que no se traduce en la prácti­ca. El trabajo interior es una larga exploración y una difícil alqui­mia, pero en cuanto comencemos a percibir la fragancia de la liber­tad interior y a sospechar la brillantez hermosa de la mente recobrada, acopiaremos nuevas energías para no dejar nunca de perseverar en esa evolución consciente que se convierte en la más bella inspiración de la vida.



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