Si la mente no fuera
desarrollable, mejorable, transformable, nunca habrían tenido razón de ser las
técnicas de autorrealización y uno estaría condenado a sus propias deficiencias
internas, carencias emocionales y conciencia crepuscular. Pero la mente se
puede cultivar y perfeccionar; es posible ejercitar la mente para
transformarla. Hay áreas de la mente saludables, silentes, intocadas, que se
pueden recobrar. La psiquis, por muy condicionada que esté y aunque estos
condicionamientos a veces sean como huellas o surcos muy profundos y difíciles
de borrar, no es una película acabada, no es una función concluida. La mente
puede seguir evolucionando en la medida en que uno se prepara y entrena para
ello, evitando no sólo su deterioro y petrificación, sino renovándola y
poniéndola al servicio de la evolución interna. El proceso del cambio mental
debe tener lugar en cada momento del presente, y la mente ulterior será lo que
nosotros hagamos con ella a cada instante. Si cambiamos la mente, cambiaremos
nuestra vida interior, nuestra calidad de conciencia, nuestra relación con las
otras criaturas. Las prácticas meditacionales son ejercicios para transformar
la mente. No importa si se cree en ellas o no, pues si se disciplina uno en
ellas, éstas transforman. Pero la transformación no está en el futuro. Es el
ahora quien posterga la transformación para el futuro, aunque sea para mañana,
comprueba que nunca llega y que ha pasado su vida hablando de la
transformación sin haber avanzado una sola pulgada en la vía de la misma. Este
instante es el más precioso porque no hay otro. Podría ser de otra forma, pero
es así y hay que relacionarse cuerdamente con él, sin ofuscación, con perceptividad,
renovando la mente. Así como el pensamiento viaja por el tiempo y el espacio,
la perceptividad es aquí y ahora. Cada vez que la mente está en el instante,
sin resistencias, madura, aprende, se renueva, se recobra y se recupera, no
envejece, no se herrumbra, no se fosiliza. Al irse transformando la mente,
estimulándose el elemento vigílico, uno va conquistando su propio ángulo de
quietud y dejando que emerja su inteligencia primordial que, a su vez, colabora
más activamente en la transformación misma. Esta inteligencia primordial no
sólo es válida para la vida interior y la realidad interna, sino para la vida
exterior y todas sus circunstancias. Es una inteligencia clara que sabe evitar
los conflictos inútiles, que sabe hallar el proceder más idóneo a cada
circunstancia, que sabe adaptarse y fluir. Pero. esa inteligencia primordial no
se revela en tanto no van cediendo los sólidos muros del ego y la masa de
puntos de vista, adoctrinamientos, subterfugios, ideas preconcebidas, hábitos
mentales coagulados, apegos y resentimientos, ofuscación. Uno medita para
abrir una vía de comprensión en la bruma de la mente, para hallar una veta de
esa inteligencia primordial en la oscuridad de la psiquis. Hay que eliminar
tantos velos colocados sobre la lámpara interior, tantas pantallas y trabas.
Nuestros condicionamientos internos, todo el fárrago que se almacena en el
trasfondo de la conciencia, impide la relación fluida con nosotros mismos y con
lo que nos rodea, impone sus interpretaciones, roba vitalidad al instante,
falsea la realidad momentánea y retrasa la evolución interna. Se requiere tanta
energía para parchear nuestras deficiencias emocionales, para capear el
temporal de la neurosis, para sobrevivir a la atmósfera enrarecida que hemos
cultivado en nuestro interior, que cuando queremos disponer de energía para
alimentar la verdadera lucidez mental, no sabemos cómo hacernos con ella. Nos
cerramos, nos contraemos, nos plegamos sobre nuestra propia incertidumbre
vital, en lugar de relajarnos, bajar las barreras, abrirnos, exponernos
saludablemente. Siempre estamos rechazando el instante. No hemos aprendido a
que la realidad momentánea nos llene o cuando menos nos sirva para
ejercitarnos, somos impacientes, es decir, siempre estamos a la espera de
momentos mejores. Estamos obsesionados con nuestra persona (no nuestra realidad
existencial), alimentamos actitudes cada vez más egocéntricas. No queremos
enfocar los hechos como son, nos retiramos a la película de nuestra memoria o
imaginación. No hemos aprendido a amarnos verdaderamente (no narcisistamente),
no sabemos relacionarnos con los demás desde la generosidad y la compasión.
La mente ha seguido un sendero de confusión, recreando sus propias
fantasmagorías, extraviándose en acrobacias paranoicas, haciéndose muy experta
en composturas, escapismos, amortiguadores neuróticos, enmascaramientos y
autoengaños sin límite. Se ha vuelto una vieja zorra fea, necrófila, con
algunas artimañas, pero que vive de espaldas a toda vitalidad, realización y
plenitud. Una mente así engendra dolor, ¿cómo podría ser de otro modo?; no se
relaciona desde el corazón, ¿cómo podría hacerlo?; es voraz, se enreda en problemas
ficticios si no los encuentra reales, no sabe de sencillez ni espontaneidad,
siempre está persiguiendo o huyendo, es promiscua y no perseverante,
superficial y no profunda, flirteante y no leal. Se aferra, acapara, se endeuda
con el pasado, tiene sed de futuro y está absolutamente incapacitada para
abrirse con naturalidad a la frescura del momento. Eso es neurosis, confusión,
insatisfacción. ¿Cómo una mente así va a relajarse, gozar con la quietud,
permanecer apacible y clara? Prosigue alimentando sus mecanismos de neurosis,
se resiste a todo enfoque correcto y provechoso para la evolución interna, se ceba
en el perverso ego infantil al que convierte en su carnaza favorita, emprende
sus propias batallas sin sentido, se desgasta, deteriora, quema y arruina toda
posibilidad de discernimiento, claridad y sabiduría. Se ha acostumbrado a la
confusión, caos, frustración, ansiedad y, en suma, el propio infierno que ha
creado y recreado para sí misma. Muchas veces ni siquiera está capacitada para
intuir o sospechar otra atmósfera de bienestar y apertura.
Había una
rana que vivía desde siempre en un pequeño agujero. En una ocasión, otra rana
que había viajado mucho y había visto la tierra en toda su hermosura, cayó en
su agujero. La rana que allí habitaba le preguntó:
— ¿Existe
algo más que este agujero? La rana que había caído repuso:
— No te lo
puedes imaginar. Este agujero no es nada. Existe una tierra maravillosa con
lagos, dunas, ríos, montañas, bosques, desiertos, ciudades...
— ¡Mientes!
—la interrumpió la rana que vivía en el agujero—. ¡Eres una embustera! No puede
haber nada más grande que este sitio en el que yo vivo.
Así es la
mente que ha perdido su inteligencia primordial, que se ha extraviado de su
rumbo de crecimiento, que se ha tornado malévola y destructiva. Pero existe la
posibilidad de transformarla, de ejercitarla para que aprenda otros modos de
estar, ser, percibir, pensar, relacionarse. Se la puede reeducar, enseñarle la
experiencia de la calma profunda y reveladora, orientarla para que se limpie y
rescate la visión clara, mostrarle la vía de la conciencia expandida, la
ecuanimidad firme, la generosidad espontánea, el discurrir sin
desproporcionadas y feas reacciones que fecundan el fango del subconsciente.
Hay una mente silente. Hay una
dimensión de mente que no se rige por la avidez y la aversión. Hay un área
mental clara, espaciosa, ventilada, fresca, pura. Es aquella mente
preconceptual, todavía no inmersa en la sombra del ego, conectada con la
corriente de energía transpersonal, desocupada y libre. Se puede recobrar.
Tenemos una experiencia de la misma, aunque sea inconscientemente, en el sueño
profundo. Es una mente en el contento, la libertad, el flujo espontáneo de
vida. El que recupera esta mente que desaloja conceptos, ideas, prejuicios y
paranoias, experimenta una gratificante sensación de certidumbre. Es la
certidumbre de que en el centro del tornado hay un espacio de infinita paz. No
es un centro egocéntrico; es un terreno sin límites. Cuando se debilita el
ego, todos aquellos miedos que le eran propios desaparecen.
Uno halla un reposo que es
como una brisa fresca que purifica por dentro, sincroniza, armoniza, remansa.
Después de tantos años —o vidas— corriendo frenéticamente para saciar un hambre
desatada, uno experimenta una paz inenarrable. Siguen existiendo las sensaciones
agradables y desagradables —no puede ser de otro modo en tanto existe la unidad
psicosomática—, pero el modo de relacionarse con ellas es muy diferente. No se
añade aferramiento ni aversión, no se escapa, no se resiste ni resiente, se
aprende a fluir, deja uno de sufrir por no querer sufrir, se goza sin ansiar el
goce repetitivo y permanente, se empieza a apreciar el sentimiento cíe la compasión,
se mira de frente el autoengaño y se resuelve, se asume uno a sí mismo tal cual
es (sin autoengaños narcisistas) y desde ahí comienza a mejorarse sin incurrir
en triunfalismos espirituales. Uno se torna su propio amigo, y desde la amistad
por uno mismo se da la bienvenida a los otros. Lo que uno conquista de apacible
en su propia mente lo comparte con los demás. Si continuamos siendo un saco de
miserias (celos, odio, ira, miedo, ansiedad), ¿qué compartiremos con los
demás?
Desde una mente agitada todo
se vive con agitación y se siembra asimismo agitación. Si la mente está
perturbada, será más difícil enfrentar cada situación vital y se tenderá a una
desproporcionada reactividad. Al experimentar sufrimiento, se añadirá una
porción de sufrimiento extra e innecesario. Buda lo explica con su habitual
claridad en el sermón de los dos dardos. El primer dardo es la sensación
desagradable que no depende de nosotros, pero el segundo dardo es el
sufrimiento extra que nosotros añadimos resistiéndonos y resintiéndonos,
añadiendo con nuestro pensamiento dolor al dolor.
Cuanto más egocéntrica es la
mente, más se hiere. Las flechas no pueden herir el espacio abierto, pero sí se
clavan en la diana. La mente egocéntrica está al servicio del propio
narcisismo. Tantas energías pone uno a su servicio, que no se pone ninguna al
del verdadero crecimiento interior. La mente egocéntrica no sabe relacionarse,
está demasiado ocupada con su autoimportancia, no tiene idea de la verdadera
comunicación. Bastante tiene con arroparse narcisistamente, seguir
satisfaciendo su voracidad y buscando remiendos para hacer composturas. Sólo
ve las cosas como quiere verlas; o como ansia, desea o teme verlas. No mira,
coloca su propia versión de los hechos sobre los hechos y los distorsiona. No
sabe asumir, aceptar, ser. Se relaciona siempre desde la autogratificación, o
sea, no se relaciona. Tanto vela por los mecanismos egocéntricos, tanto
custodia su propio edificio de autoimportancia, que no sospecha nada del
bálsamo del amor consciente. Para seguir robusteciéndose, colecciona
compulsivamente lo que sea (material o inmaterial, ¿qué importa?), se satura
de conceptos e ideas preconcebidas, se pierde en recuerdos y ensoñaciones,
crea un universo mental de ilusiones y autoengaños, lo instrumentaliza todo
para seguir engordando narcisistamente. El ego es un mitómano y la mente
egocéntrica trata de superarle en mitomanía. La confusión se desarrolla y el
poseedor de una mente así nunca ve más allá de su mente. Está prisionero en su
propia tela de araña, ha enfermado de egomanía, se ha derrumbado en su maraña y
barahúnda de egocéntricas creaciones mentales.
Drenarse, vaciarse,
despojarse, arrojar por la borda, purificar la mente. Ése es un buen comienzo,
no fácil, pero bueno. Es un primer paso seguro para comenzar a transformar la
mente. Hay que perder muchas cosas para ganar otras; hay que morir a muchas
cosas para vivir a otras. Si estamos en la multiplicidad de la mente y no en su
unidad, es como el que toma los reflejos del sol en el agua, como el sol mismo.
No hemos llegado todavía; podemos seguir avanzando. Se requiere un esfuerzo
consciente para desarrollar la conciencia; una disciplina asumida libre y
responsablemente para transformar la mente. Si esta mente origina confusión y
violencia, cambiémosla. No sigamos egotizando la mente ni dejemos que la mente
sólo sea un siervo del ego. Hay una mente mucho más profunda, amplia,
saludable y quieta. Y hay una energía para recobrar esa mente, unos métodos,
unas actitudes y toda una estrategia. Por qué la mente ha tomado un derrotero
poco saludable importa mucho menos que saber que la mente puede purificarse y
dar nacimiento a una mente menos perjudicial. Esta mente común sumergida en la
ofuscación es sólo una parcela de la mente más vas a y abismal. Como dicen los
maestros zen, nos situamos de espaldas al sol y nos preguntamos dónde está el
sol. La energía de lucidez puede desencadenarse y fundir las negatividades,
impedimentos, trabas y obstáculos de la mente. El silencio mental purifica,
restablece, recompone, ordena. El silencio mental expande, acopia nuevas energías,
encuentra su poder en la no reacción, conecta con una longitud de onda clara y
precisa. El silencio interior es el terreno más seguro para una perceptividad
pura, para una liberadora visión cabal, para una aprehensión de realidades
supraconceptuales. Cuando los nudos se desatan, el proceso cósmico fluye
libremente y reporta su propia sabiduría. Uno se convierte en lo que los
maestros zen designan como un bambú hueco.
Mediante la transformación
sagaz de la mente aparece la mente clara. Cuando la energía de precisión de la
mente clara comienza a desplegarse, la ofuscación comienza a desvanecerse. Es
esa ofuscación, como señalaba Buda, la que genera deseo y sufrimiento. Es la
ignorancia básica, a la que se refiere Patanjali, la que nos esclaviza y nos impide la visión
pura que libera.
Muchas cosas, muchísimas, no
están en nuestras manos. Pero el desarrollo de la mente depende de nosotros
mismos. «Tú eres tu propio refugio», declaraba el Buda. Se puede lograr una
mutación de la conciencia por la conciencia misma, una modificación de la mente
por la misma mente. Tenemos que vernos nosotros mismos atentamente. Ser
conscientes de los hábitos que nos limitan, los repetitivos engranajes
mentales que nos condicionan, los viejos patrones de conducta y conductas
aprendidas que nos constriñen, las experiencias traumáticas y heridas que nos
hacen demasiado lábiles y timoratos. Hay una codificación que va desde la
célula hasta la cúspide de la mente. Toda la pirámide humana es presa de esa
codificación. ¿Qué hacer entonces? No hacer nada. Es el secreto. O sea, no
seguir rebobinando, codificando, superponiendo, añadiendo hologramas sobre los
hologramas. No-hacer es el wu-wei de los chinos, o el hacer sin hacer de los
liberados-vivientes de la India. Difícil empresa, sí, pero la probabilidad de
la posibilidad para hallar la plenitud total no es un sueño, es posible. Se
comienza ahora. Hay aparentes retrocesos, pero si la actitud es la adecuada y
el ánimo consistente, todo retroceso termina siendo avance. lis un trabajo de
desarrollo de la conciencia, contramecanicidad, apertura, atención bien despierta.
Exige una bondad fundamental, no una moralidad convencional y necia. Hay que
hallar el centro del tornado, el espacio de quietud en el caos, la claridad en
la confusión. Desde ese espacio de quietud hay que mirar y ver, penetrar,
conocer y aprehender las actividades, fenómenos y hechos como son. Los grandes
maestros de Oriente, sobre todo de la India, han hallado métodos. Todos
representan una puesta en marcha de la conciencia conscientemente y un
entrenamiento moral y mental para desarrollar sabiduría liberadora, bienestar
y plenitud. La mente es como una gran mansión. ¿Prefieres vivir en el trastero
o en sus amplias y hermosas salas? Hay áreas de hábito y conflicto, zonas de
confusión y caos, pero también las hay de claridad y luz. Tú eliges. Un adagio
japonés dice: «A cada gusano su gusto; los hay que eligen las ortigas». Somos
herederos de códigos prehumanos, algunos atroces; somos herederos de millones
de años de confusión humana, a veces espantosa y terrible; somos herederos de
un pensamiento malevolente cultivado por milenios y milenios que ha cometido
horrores sin fin, ha denigrado, explotado, masacrado, dañado irreparablemente
el ecosistema. Pero hay una energía que incluso mueve todo ese caos y esa
ofuscación y que puede tomar múltiples caminos; tiene el signo que le demos;
con ella se puede hacer camino hacia un jardín o hacia un estercolero. La mente
recobrada es la mente de la quietud y la cordura. La mente que nos proponemos
recuperar es la mente de la salud. Si eliminamos obstáculos, impedimentos y
trabas; si ponemos «medicamentos» adecuados, la salud surgirá en la mente
enferma, la cordura borrará la mente paranoica. Entonces la mente podría dejar
de ser una amenaza para nosotros y para los demás. La felicidad está dentro de uno
mismo. La felicidad es una actitud que deviene tras la transformación interna.
La felicidad es una fragancia interna. La felicidad exterior es un mito, una
falacia, un engaño. ¿Cómo querer hallar felicidad exterior cuando todo cambia,
es efímero, transitorio, está sometido a la decadencia inevitable? La
experiencia que más se puede aproximar a la felicidad reside dentro de uno,
pero hay que hallarla allende esa sima abismal que es el subconsciente, en el
silencio que hace manifestarse el oasis en el desierto de la subconsciencia.
Se trata de una especie de revolución en lo más interno, no para conseguir nada
que ya no esté allí, porque entonces podría volver a perderse, sino para hallar
lo que siempre estuvo velado. Pero esta transformación de la mente debe pasar
por el autodescubrimiento, la modificación y apertura de la conciencia, el
acoplamiento con lo existencia! antes que con lo ideacional, el despertar del
propio maestro interior que a menudo se hace sentir cuando el pensamiento cede
en su empeño de llegar a lo impensado y, como un león fatigado, se detiene y se
relaja. La película del pensamiento obstruye la visión externa y la visión
interna; nos separa de los demás y de nosotros mismos. Dejándonos ser tal cual
somos, remansándonos para aclararnos, en el campo de la percepción y no de la
ideación, meditamos para transformarnos. Pero la meditación no finaliza cuando
nos erguimos e incorporamos a la vida diaria. Ahí sigue la meditación, porque
debemos continuar atentos, perceptivos, ecuánimes, activos pero no agitados,
en la acción sin ansiedad ni urgencia interior. Si la actitud es la adecuada,
toda circunstancia nos ayudará a seguir transformándonos. Nos saldrán al paso
mecanismos repetitivos de la mente, hábitos, códigos y condicionamientos, pero
cuantas veces nos desconectemos de la energía del observador atento y ecuánime,
tantas otras debemos conectarnos con ella. Ganamos con la meditación sentada
toques de lucidez y perfecto silencio de la mente para poder reanimarlos en la
vida cotidiana. Así le damos la bienvenida a todo aquello que nos ponga a
prueba y que nos ayude a mantener la pasividad en la acción, la actitud
contemplativa en cualquier actividad por frenética que resulte. La actitud de
silencio quietud perceptividad estará con nosotros y podremos recurrir a ella
en cualquier situación. Esta fábrica de dolor y venenos que es la mente ordinaria,
enraizada en los códigos más siniestros, irá mutándose. Será un gradual proceso
de comprensión. No hay que esperar milagros. Hay mucho de que despojarse,
muchos puntos de vista que variar, muchas opiniones que arrojar por la borda,
muchas trabas mentales que superar. Es necesario ir acercándose al propio
ángulo de quietud y que él se convierta en nuestra cámara silente en la que
poder inspirarnos, recobrarnos, renovarnos y potenciarnos. En lugar de dejarnos
desbaratar y confundir por los pensamientos, alertemos los sentidos,
mantengamos la mente viva y perceptiva, enfoquémonos en cada momento, evitemos
las reacciones mecánicas, demos batalla a la mecanicidad de pensamiento,
palabra y acción. Si hacemos de la meditación una práctica asidua,
recobraremos una parcela clara, silente e inafectada de mente con la que
podremos conectarnos cuando sea conveniente. Será como la fuente interna en la
que recuperar energías. Desde la quietud de la mente y el acrecentamiento de
la conciencia, daremos un sentido muy diferente a nuestra vida cotidiana.
Tendremos claras nuestras prioridades, que en cualquier caso deberían ser:
— La paz interior, porque sin
paz nada es disfrutable ni hay satisfacción posible.
— La salud mental y psíquica.
— La salud física.
— La óptima relación humana.
Pero debido a que nuestra
visión está empañada y confundimos lo esencial con lo trivial, nos dejamos
dominar por bobos apegos y mezquindades, hacemos de nuestra vida una
caricatura, una copia, un simulacro.
Hay un arte soberbio: ser
pasivo en la actividad, ser contemplativo en la acción, en lugar de seguir
reaccionando mecánicamente, implicarse y quemarse sin sentido, automortificarse
y entrar de lleno en la espiral de la agitación y la zozobra. Podemos
neutralizar muchas reacciones mecánicas y estereotipadas, superar muchos hábitos
coagulados, agotar muchos impulsos dolorosos, establecernos en un lugar mental
de quietud y bienestar. Hay que aprender y desaprender; no dejarse condicionar
por esos impostores que son victoria o derrota, elogio o insulto; no ceder al
fantasma de la autoimportancia ni dejar que el eje de la mente sea como yeso
inamovible; no nos instalemos en nuestra neurosis ni nos resignemos a nuestra
propia necedad. Como decía Ramana Maharshi: a lo único que hay que renunciar es
al ego y a la propia estupidez. En la quietud real emergen nuevas energías,
otro modo de percibir y ser. Hay que quebrar las rutinas de la mente y poner al
descubierto sus triquiñuelas y artimañas. No hay peor rival que la
inconsciencia; mayor enemigo que la negligencia; compañero más fatal que la
mecanicidad y la identificación.
En la medida en que
transformamos la mente y surge una nueva manera de percibir y ver, la
transformación va alcanzando a toda nuestra pirámide y sus respectivos lados.
Superando las viejas estructuras de la mente, la reorganizamos a un nivel en
el que sean posible la visión pura y el proceder impecable. Del mismo I modo
que de una minúscula simiente puede surgir un árbol descomunal, del punto de
conciencia del que todos disponemos puede brotar una poderosísima
energía-conciencia-sabiduría capaz de proporcionarnos la estabilidad que nada
ha podido darnos hasta este momento. El núcleo de caos-confusión se disuelve y
las impregnaciones subconscientes se queman. El centro autorreferencial se va
descodificando, y un conocimiento, que no depende del pensamiento dual ni de
la lógica binaria, refulge mutando la psiquis. Es entonces cuando hay una
muerte para que pueda haber un renacimiento a nivel psicológico. Y entonces,
en palabras de Muktananda: «Te dejarán tu máscara, tu fachada, tu sonrisa seca
y triste, tu orgullo y honor, tu presunción y tu ego, tu intolerancia y tu
entendimiento erróneo que afirma ser la Verdad; todas estas cosas se irán».
Tal es la aventura de la conciencia; tal es la proeza de la transformación; tal
es la senda sin senda hacia esa felicidad interna, siendo así porque no depende
de nada exterior.
Aquí está el terreno de la
mente y hay que trabajarlo, abonarlo, cultivarlo. Hay que estar en guardia para
que no broten negatividades y estar en guardia para ir superando las ya
existentes. Tenemos que cultivar lo sano y erradicar lo perjudicial. Yoguis y
budistas saben que hay numerosos impedimentos en la mente que hay que
eliminar: avidez, aversión, ofuscación, autopersonalidad, aferramiento a la
vida, aferramiento a la idea de que no exista lo desagradable,
autoimportancia, malevolencia, duda escéptica, apego a las especulaciones y
opiniones, autoengaños, concupiscencia, apatía, desasosiego, acrobacias
metafísicas, puntos de vista y enfoques equivocados, conflictos y resistencias
inútiles, la negativa a ver los hechos como son, subterfugios de todo tipo, ira
y agresividad. Todo ello hay que irlo desenraizando y en su lugar cultivar
claridad, compasión, despego y quietud. Hay que mantenerse en el propósito de
rociar nuestra mente con actitudes positivas y saludables. Renunciar a las
negatividades y, simultáneamente, propiciar, mantener y fomentar cualidades
bellas. El esfuerzo es necesario para no dar cabida en la mente a los venenos y
pensamientos malévolos y empeñarse, por otro lado, en potenciar las actitudes
nobles. Se logra una alquimia mental que hace posible un órgano psico-mental
más lúcido. Asimismo, hay que fomentar siempre que sea posible el contento, la
energía, la correcta indagación de lo real, la atención, el sosiego, la
concentración y la ecuanimidad. Para los budistas, y también para los yoguis,
todos éstos son factores de iluminación, medios para embellecer la mente.
Aquello que hagamos con la mente será lo que recibiremos de ella.
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