martes, 7 de febrero de 2017

LA TRANSFORMACIÓN DE LA MENTE

Si la mente no fuera desarrollable, mejorable, transformable, nun­ca habrían tenido razón de ser las técnicas de autorrealización y uno estaría condenado a sus propias deficiencias internas, carencias emocionales y conciencia crepuscular. Pero la mente se puede culti­var y perfeccionar; es posible ejercitar la mente para transformarla. Hay áreas de la mente saludables, silentes, intocadas, que se pue­den recobrar. La psiquis, por muy condicionada que esté y aunque estos condicionamientos a veces sean como huellas o surcos muy profundos y difíciles de borrar, no es una película acabada, no es una función concluida. La mente puede seguir evolucionando en la medida en que uno se prepara y entrena para ello, evitando no sólo su deterioro y petrificación, sino renovándola y poniéndola al servi­cio de la evolución interna. El proceso del cambio mental debe te­ner lugar en cada momento del presente, y la mente ulterior será lo que nosotros hagamos con ella a cada instante. Si cambiamos la mente, cambiaremos nuestra vida interior, nuestra calidad de con­ciencia, nuestra relación con las otras criaturas. Las prácticas meditacionales son ejercicios para transformar la mente. No importa si se cree en ellas o no, pues si se disciplina uno en ellas, éstas trans­forman. Pero la transformación no está en el futuro. Es el ahora quien posterga la transformación para el futuro, aunque sea para mañana, comprueba que nunca llega y que ha pasado su vida ha­blando de la transformación sin haber avanzado una sola pulgada en la vía de la misma. Este instante es el más precioso porque no hay otro. Podría ser de otra forma, pero es así y hay que relacionar­se cuerdamente con él, sin ofuscación, con perceptividad, renovan­do la mente. Así como el pensamiento viaja por el tiempo y el es­pacio, la perceptividad es aquí y ahora. Cada vez que la mente está en el instante, sin resistencias, madura, aprende, se renueva, se re­cobra y se recupera, no envejece, no se herrumbra, no se fosiliza. Al irse transformando la mente, estimulándose el elemento vigílico, uno va conquistando su propio ángulo de quietud y dejando que emerja su inteligencia primordial que, a su vez, colabora más activamente en la transformación misma. Esta inteligencia primor­dial no sólo es válida para la vida interior y la realidad interna, sino para la vida exterior y todas sus circunstancias. Es una inteligencia clara que sabe evitar los conflictos inútiles, que sabe hallar el proce­der más idóneo a cada circunstancia, que sabe adaptarse y fluir. Pero. esa inteligencia primordial no se revela en tanto no van cediendo los sólidos muros del ego y la masa de puntos de vista, adoctrina­mientos, subterfugios, ideas preconcebidas, hábitos mentales coa­gulados, apegos y resentimientos, ofuscación. Uno medita para abrir una vía de comprensión en la bruma de la mente, para hallar una veta de esa inteligencia primordial en la oscuridad de la psiquis. Hay que eliminar tantos velos colocados sobre la lámpara interior, tantas pantallas y trabas. Nuestros condicionamientos internos, todo el fá­rrago que se almacena en el trasfondo de la conciencia, impide la relación fluida con nosotros mismos y con lo que nos rodea, impo­ne sus interpretaciones, roba vitalidad al instante, falsea la realidad momentánea y retrasa la evolución interna. Se requiere tanta ener­gía para parchear nuestras deficiencias emocionales, para capear el temporal de la neurosis, para sobrevivir a la atmósfera enrarecida que hemos cultivado en nuestro interior, que cuando queremos dis­poner de energía para alimentar la verdadera lucidez mental, no sa­bemos cómo hacernos con ella. Nos cerramos, nos contraemos, nos plegamos sobre nuestra propia incertidumbre vital, en lugar de re­lajarnos, bajar las barreras, abrirnos, exponernos saludablemente. Siempre estamos rechazando el instante. No hemos aprendido a que la realidad momentánea nos llene o cuando menos nos sirva para ejercitarnos, somos impacientes, es decir, siempre estamos a la espera de momentos mejores. Estamos obsesionados con nuestra persona (no nuestra realidad existencial), alimentamos actitudes cada vez más egocéntricas. No queremos enfocar los hechos como son, nos retira­mos a la película de nuestra memoria o imaginación. No hemos aprendido a amarnos verdaderamente (no narcisistamente), no sa­bemos relacionarnos con los demás desde la generosidad y la com­pasión. La mente ha seguido un sendero de confusión, recreando sus propias fantasmagorías, extraviándose en acrobacias paranoicas, haciéndose muy experta en composturas, escapismos, amortiguadores neuróticos, enmascaramientos y autoengaños sin límite. Se ha vuelto una vieja zorra fea, necrófila, con algunas artimañas, pero que vive de espaldas a toda vitalidad, realización y plenitud. Una mente así engendra dolor, ¿cómo podría ser de otro modo?; no se relaciona desde el corazón, ¿cómo podría hacerlo?; es voraz, se enreda en pro­blemas ficticios si no los encuentra reales, no sabe de sencillez ni espontaneidad, siempre está persiguiendo o huyendo, es promiscua y no perseverante, superficial y no profunda, flirteante y no leal. Se aferra, acapara, se endeuda con el pasado, tiene sed de futuro y está absolutamente incapacitada para abrirse con naturalidad a la frescura del momento. Eso es neurosis, confusión, insatisfacción. ¿Cómo una mente así va a relajarse, gozar con la quietud, permanecer apacible y clara? Prosigue alimentando sus mecanismos de neurosis, se resiste a todo enfoque correcto y provechoso para la evolución interna, se ceba en el perverso ego infantil al que convierte en su carnaza favorita, emprende sus propias batallas sin sentido, se desgasta, deteriora, que­ma y arruina toda posibilidad de discernimiento, claridad y sabiduría. Se ha acostumbrado a la confusión, caos, frustración, ansiedad y, en suma, el propio infierno que ha creado y recreado para sí misma. Muchas veces ni siquiera está capacitada para intuir o sospechar otra atmósfera de bienestar y apertura.
Había una rana que vivía desde siempre en un pequeño agujero. En una ocasión, otra rana que había viajado mucho y había visto la tierra en toda su hermosura, cayó en su agujero. La rana que allí habitaba le preguntó:
— ¿Existe algo más que este agujero? La rana que había caído repuso:
— No te lo puedes imaginar. Este agujero no es nada. Existe una tierra maravillosa con lagos, dunas, ríos, montañas, bosques, desiertos, ciudades...
— ¡Mientes! —la interrumpió la rana que vivía en el agujero—. ¡Eres una embustera! No puede haber nada más grande que este si­tio en el que yo vivo.
Así es la mente que ha perdido su inteligencia primordial, que se ha extraviado de su rumbo de crecimiento, que se ha tornado malé­vola y destructiva. Pero existe la posibilidad de transformarla, de ejer­citarla para que aprenda otros modos de estar, ser, percibir, pensar, relacionarse. Se la puede reeducar, enseñarle la experiencia de la calma profunda y reveladora, orientarla para que se limpie y rescate la visión clara, mostrarle la vía de la conciencia expandida, la ecuanimidad firme, la generosidad espontánea, el discurrir sin desproporcionadas y feas reacciones que fecundan el fango del subconsciente.
Hay una mente silente. Hay una dimensión de mente que no se rige por la avidez y la aversión. Hay un área mental clara, espa­ciosa, ventilada, fresca, pura. Es aquella mente preconceptual, to­davía no inmersa en la sombra del ego, conectada con la corriente de energía transpersonal, desocupada y libre. Se puede recobrar. Tenemos una experiencia de la misma, aunque sea inconsciente­mente, en el sueño profundo. Es una mente en el contento, la li­bertad, el flujo espontáneo de vida. El que recupera esta mente que desaloja conceptos, ideas, prejuicios y paranoias, experimenta una gratificante sensación de certidumbre. Es la certidumbre de que en el centro del tornado hay un espacio de infinita paz. No es un centro egocéntrico; es un terreno sin límites. Cuando se debi­lita el ego, todos aquellos miedos que le eran propios desaparecen.
Uno halla un reposo que es como una brisa fresca que purifica por dentro, sincroniza, armoniza, remansa. Después de tantos años —o vidas— corriendo frenéticamente para saciar un hambre desatada, uno experimenta una paz inenarrable. Siguen existiendo las sensa­ciones agradables y desagradables —no puede ser de otro modo en tanto existe la unidad psicosomática—, pero el modo de relacionar­se con ellas es muy diferente. No se añade aferramiento ni aversión, no se escapa, no se resiste ni resiente, se aprende a fluir, deja uno de sufrir por no querer sufrir, se goza sin ansiar el goce repetitivo y permanente, se empieza a apreciar el sentimiento cíe la compa­sión, se mira de frente el autoengaño y se resuelve, se asume uno a sí mismo tal cual es (sin autoengaños narcisistas) y desde ahí co­mienza a mejorarse sin incurrir en triunfalismos espirituales. Uno se torna su propio amigo, y desde la amistad por uno mismo se da la bienvenida a los otros. Lo que uno conquista de apacible en su propia mente lo comparte con los demás. Si continuamos siendo un saco de miserias (celos, odio, ira, miedo, ansiedad), ¿qué comparti­remos con los demás?
Desde una mente agitada todo se vive con agitación y se siem­bra asimismo agitación. Si la mente está perturbada, será más di­fícil enfrentar cada situación vital y se tenderá a una despropor­cionada reactividad. Al experimentar sufrimiento, se añadirá una porción de sufrimiento extra e innecesario. Buda lo explica con su habitual claridad en el sermón de los dos dardos. El primer dardo es la sensación desagradable que no depende de nosotros, pero el segundo dardo es el sufrimiento extra que nosotros añadimos resis­tiéndonos y resintiéndonos, añadiendo con nuestro pensamiento dolor al dolor.
Cuanto más egocéntrica es la mente, más se hiere. Las flechas no pueden herir el espacio abierto, pero sí se clavan en la diana. La mente egocéntrica está al servicio del propio narcisismo. Tantas energías pone uno a su servicio, que no se pone ninguna al del ver­dadero crecimiento interior. La mente egocéntrica no sabe relacio­narse, está demasiado ocupada con su autoimportancia, no tiene idea de la verdadera comunicación. Bastante tiene con arroparse narcisistamente, seguir satisfaciendo su voracidad y buscando re­miendos para hacer composturas. Sólo ve las cosas como quiere ver­las; o como ansia, desea o teme verlas. No mira, coloca su propia versión de los hechos sobre los hechos y los distorsiona. No sabe asumir, aceptar, ser. Se relaciona siempre desde la autogratificación, o sea, no se relaciona. Tanto vela por los mecanismos egocén­tricos, tanto custodia su propio edificio de autoimportancia, que no sospecha nada del bálsamo del amor consciente. Para seguir robus­teciéndose, colecciona compulsivamente lo que sea (material o in­material, ¿qué importa?), se satura de conceptos e ideas preconce­bidas, se pierde en recuerdos y ensoñaciones, crea un universo mental de ilusiones y autoengaños, lo instrumentaliza todo para se­guir engordando narcisistamente. El ego es un mitómano y la men­te egocéntrica trata de superarle en mitomanía. La confusión se de­sarrolla y el poseedor de una mente así nunca ve más allá de su mente. Está prisionero en su propia tela de araña, ha enfermado de egomanía, se ha derrumbado en su maraña y barahúnda de ego­céntricas creaciones mentales.
Drenarse, vaciarse, despojarse, arrojar por la borda, purificar la mente. Ése es un buen comienzo, no fácil, pero bueno. Es un pri­mer paso seguro para comenzar a transformar la mente. Hay que perder muchas cosas para ganar otras; hay que morir a muchas cosas para vivir a otras. Si estamos en la multiplicidad de la mente y no en su unidad, es como el que toma los reflejos del sol en el agua, como el sol mismo. No hemos llegado todavía; podemos seguir avanzando. Se requiere un esfuerzo consciente para desarrollar la conciencia; una disciplina asumida libre y responsablemente para transformar la mente. Si esta mente origina confusión y violencia, cambiémosla. No sigamos egotizando la mente ni dejemos que la mente sólo sea un siervo del ego. Hay una mente mucho más pro­funda, amplia, saludable y quieta. Y hay una energía para recobrar esa mente, unos métodos, unas actitudes y toda una estrategia. Por qué la mente ha tomado un derrotero poco saludable importa mu­cho menos que saber que la mente puede purificarse y dar naci­miento a una mente menos perjudicial. Esta mente común sumergida en la ofuscación es sólo una parcela de la mente más vas a y abismal. Como dicen los maestros zen, nos situamos de espaldas al sol y nos preguntamos dónde está el sol. La energía de lucidez pue­de desencadenarse y fundir las negatividades, impedimentos, trabas y obstáculos de la mente. El silencio mental purifica, restablece, re­compone, ordena. El silencio mental expande, acopia nuevas ener­gías, encuentra su poder en la no reacción, conecta con una longi­tud de onda clara y precisa. El silencio interior es el terreno más seguro para una perceptividad pura, para una liberadora visión ca­bal, para una aprehensión de realidades supraconceptuales. Cuan­do los nudos se desatan, el proceso cósmico fluye libremente y re­porta su propia sabiduría. Uno se convierte en lo que los maestros zen designan como un bambú hueco.
Mediante la transformación sagaz de la mente aparece la mente clara. Cuando la energía de precisión de la mente clara comienza a desplegarse, la ofuscación comienza a desvanecerse. Es esa ofusca­ción, como señalaba Buda, la que genera deseo y sufrimiento. Es la ignorancia básica, a la que se refiere Patanjali,  la que nos escla­viza y nos impide la visión pura que libera.
Muchas cosas, muchísimas, no están en nuestras manos. Pero el desarrollo de la mente depende de nosotros mismos. «Tú eres tu propio refugio», declaraba el Buda. Se puede lograr una mutación de la conciencia por la conciencia misma, una modificación de la mente por la misma mente. Tenemos que vernos nosotros mismos atentamente. Ser conscientes de los hábitos que nos limitan, los re­petitivos engranajes mentales que nos condicionan, los viejos patro­nes de conducta y conductas aprendidas que nos constriñen, las ex­periencias traumáticas y heridas que nos hacen demasiado lábiles y timoratos. Hay una codificación que va desde la célula hasta la cús­pide de la mente. Toda la pirámide humana es presa de esa codifi­cación. ¿Qué hacer entonces? No hacer nada. Es el secreto. O sea, no seguir rebobinando, codificando, superponiendo, añadiendo hologramas sobre los hologramas. No-hacer es el wu-wei de los chinos, o el hacer sin hacer de los liberados-vivientes de la India. Difícil empresa, sí, pero la probabilidad de la posibilidad para ha­llar la plenitud total no es un sueño, es posible. Se comienza ahora. Hay aparentes retrocesos, pero si la actitud es la adecuada y el áni­mo consistente, todo retroceso termina siendo avance. lis un trabajo de desarrollo de la conciencia, contramecanicidad, apertura, aten­ción bien despierta. Exige una bondad fundamental, no una mora­lidad convencional y necia. Hay que hallar el centro del tornado, el espacio de quietud en el caos, la claridad en la confusión. Desde ese espacio de quietud hay que mirar y ver, penetrar, conocer y aprehender las actividades, fenómenos y hechos como son. Los grandes maestros de Oriente, sobre todo de la India, han hallado métodos. Todos representan una puesta en marcha de la conciencia conscientemente y un entrenamiento moral y mental para desarro­llar sabiduría liberadora, bienestar y plenitud. La mente es como una gran mansión. ¿Prefieres vivir en el trastero o en sus amplias y hermosas salas? Hay áreas de hábito y conflicto, zonas de confu­sión y caos, pero también las hay de claridad y luz. Tú eliges. Un adagio japonés dice: «A cada gusano su gusto; los hay que eligen las ortigas». Somos herederos de códigos prehumanos, algunos atro­ces; somos herederos de millones de años de confusión humana, a veces espantosa y terrible; somos herederos de un pensamiento ma­levolente cultivado por milenios y milenios que ha cometido horro­res sin fin, ha denigrado, explotado, masacrado, dañado irrepara­blemente el ecosistema. Pero hay una energía que incluso mueve todo ese caos y esa ofuscación y que puede tomar múltiples cami­nos; tiene el signo que le demos; con ella se puede hacer camino hacia un jardín o hacia un estercolero. La mente recobrada es la mente de la quietud y la cordura. La mente que nos proponemos recuperar es la mente de la salud. Si eliminamos obstáculos, impedimentos y trabas; si ponemos «medicamentos» adecuados, la salud surgirá en la mente enferma, la cordura borrará la mente paranoica. Entonces la mente podría dejar de ser una amenaza para nosotros y para los demás. La felicidad está dentro de uno mismo. La felici­dad es una actitud que deviene tras la transformación interna. La felicidad es una fragancia interna. La felicidad exterior es un mito, una falacia, un engaño. ¿Cómo querer hallar felicidad exterior cuando todo cambia, es efímero, transitorio, está sometido a la de­cadencia inevitable? La experiencia que más se puede aproximar a la felicidad reside dentro de uno, pero hay que hallarla allende esa sima abismal que es el subconsciente, en el silencio que hace mani­festarse el oasis en el desierto de la subconsciencia. Se trata de una especie de revolución en lo más interno, no para conseguir nada que ya no esté allí, porque entonces podría volver a perderse, sino para hallar lo que siempre estuvo velado. Pero esta transformación de la mente debe pasar por el autodescubrimiento, la modificación y apertura de la conciencia, el acoplamiento con lo existencia! antes que con lo ideacional, el despertar del propio maestro interior que a menudo se hace sentir cuando el pensamiento cede en su empeño de llegar a lo impensado y, como un león fatigado, se detiene y se relaja. La película del pensamiento obstruye la visión externa y la visión interna; nos separa de los demás y de nosotros mismos. De­jándonos ser tal cual somos, remansándonos para aclararnos, en el campo de la percepción y no de la ideación, meditamos para trans­formarnos. Pero la meditación no finaliza cuando nos erguimos e incorporamos a la vida diaria. Ahí sigue la meditación, porque de­bemos continuar atentos, perceptivos, ecuánimes, activos pero no agitados, en la acción sin ansiedad ni urgencia interior. Si la actitud es la adecuada, toda circunstancia nos ayudará a seguir transfor­mándonos. Nos saldrán al paso mecanismos repetitivos de la men­te, hábitos, códigos y condicionamientos, pero cuantas veces nos desconectemos de la energía del observador atento y ecuánime, tan­tas otras debemos conectarnos con ella. Ganamos con la meditación sentada toques de lucidez y perfecto silencio de la mente para po­der reanimarlos en la vida cotidiana. Así le damos la bienvenida a todo aquello que nos ponga a prueba y que nos ayude a mantener la pasividad en la acción, la actitud contemplativa en cualquier ac­tividad por frenética que resulte. La actitud de silencio quietud perceptividad estará con nosotros y podremos recurrir a ella en cual­quier situación. Esta fábrica de dolor y venenos que es la mente or­dinaria, enraizada en los códigos más siniestros, irá mutándose. Será un gradual proceso de comprensión. No hay que esperar mila­gros. Hay mucho de que despojarse, muchos puntos de vista que variar, muchas opiniones que arrojar por la borda, muchas trabas mentales que superar. Es necesario ir acercándose al propio ángulo de quietud y que él se convierta en nuestra cámara silente en la que poder inspirarnos, recobrarnos, renovarnos y potenciarnos. En lugar de dejarnos desbaratar y confundir por los pensamientos, alertemos los sentidos, mantengamos la mente viva y perceptiva, enfoquémonos en cada momento, evitemos las reacciones mecánicas, demos batalla a la mecanicidad de pensamiento, palabra y acción. Si hace­mos de la meditación una práctica asidua, recobraremos una parce­la clara, silente e inafectada de mente con la que podremos conec­tarnos cuando sea conveniente. Será como la fuente interna en la que recuperar energías. Desde la quietud de la mente y el acrecen­tamiento de la conciencia, daremos un sentido muy diferente a nuestra vida cotidiana. Tendremos claras nuestras prioridades, que en cualquier caso deberían ser:
— La paz interior, porque sin paz nada es disfrutable ni hay satisfacción posible.
— La salud mental y psíquica.
— La salud física.
— La óptima relación humana.
Pero debido a que nuestra visión está empañada y confundimos lo esencial con lo trivial, nos dejamos dominar por bobos apegos y mezquindades, hacemos de nuestra vida una caricatura, una co­pia, un simulacro.
Hay un arte soberbio: ser pasivo en la actividad, ser contemplativo en la acción, en lugar de seguir reaccionando mecánicamente, implicarse y quemarse sin sentido, automortificarse y entrar de lle­no en la espiral de la agitación y la zozobra. Podemos neutralizar muchas reacciones mecánicas y estereotipadas, superar muchos há­bitos coagulados, agotar muchos impulsos dolorosos, establecernos en un lugar mental de quietud y bienestar. Hay que aprender y de­saprender; no dejarse condicionar por esos impostores que son vic­toria o derrota, elogio o insulto; no ceder al fantasma de la autoimportancia ni dejar que el eje de la mente sea como yeso inamovible; no nos instalemos en nuestra neurosis ni nos resignemos a nuestra propia necedad. Como decía Ramana Maharshi: a lo único que hay que renunciar es al ego y a la propia estupidez. En la quietud real emergen nuevas energías, otro modo de percibir y ser. Hay que quebrar las rutinas de la mente y poner al descubierto sus triqui­ñuelas y artimañas. No hay peor rival que la inconsciencia; mayor enemigo que la negligencia; compañero más fatal que la mecanici­dad y la identificación.
En la medida en que transformamos la mente y surge una nue­va manera de percibir y ver, la transformación va alcanzando a toda nuestra pirámide y sus respectivos lados. Superando las viejas es­tructuras de la mente, la reorganizamos a un nivel en el que sean posible la visión pura y el proceder impecable. Del mismo I modo que de una minúscula simiente puede surgir un árbol descomunal, del punto de conciencia del que todos disponemos puede brotar una poderosísima energía-conciencia-sabiduría capaz de proporcio­narnos la estabilidad que nada ha podido darnos hasta este mo­mento. El núcleo de caos-confusión se disuelve y las impregnacio­nes subconscientes se queman. El centro autorreferencial se va descodificando, y un conocimiento, que no depende del pensa­miento dual ni de la lógica binaria, refulge mutando la psiquis. Es entonces cuando hay una muerte para que pueda haber un renaci­miento a nivel psicológico. Y entonces, en palabras de Muktananda: «Te dejarán tu máscara, tu fachada, tu sonrisa seca y triste, tu orgullo y honor, tu presunción y tu ego, tu intolerancia y tu enten­dimiento erróneo que afirma ser la Verdad; todas estas cosas se irán». Tal es la aventura de la conciencia; tal es la proeza de la transformación; tal es la senda sin senda hacia esa felicidad interna, siendo así porque no depende de nada exterior.

Aquí está el terreno de la mente y hay que trabajarlo, abonarlo, cultivarlo. Hay que estar en guardia para que no broten negatividades y estar en guardia para ir superando las ya existentes. Tenemos que cultivar lo sano y erradicar lo perjudicial. Yoguis y budistas sa­ben que hay numerosos impedimentos en la mente que hay que eliminar: avidez, aversión, ofuscación, autopersonalidad, aferra­miento a la vida, aferramiento a la idea de que no exista lo desagra­dable, autoimportancia, malevolencia, duda escéptica, apego a las especulaciones y opiniones, autoengaños, concupiscencia, apatía, desasosiego, acrobacias metafísicas, puntos de vista y enfoques equivocados, conflictos y resistencias inútiles, la negativa a ver los hechos como son, subterfugios de todo tipo, ira y agresividad. Todo ello hay que irlo desenraizando y en su lugar cultivar clari­dad, compasión, despego y quietud. Hay que mantenerse en el propósito de rociar nuestra mente con actitudes positivas y saluda­bles. Renunciar a las negatividades y, simultáneamente, propiciar, mantener y fomentar cualidades bellas. El esfuerzo es necesario para no dar cabida en la mente a los venenos y pensamientos malé­volos y empeñarse, por otro lado, en potenciar las actitudes nobles. Se logra una alquimia mental que hace posible un órgano psico-mental más lúcido. Asimismo, hay que fomentar siempre que sea posible el contento, la energía, la correcta indagación de lo real, la atención, el sosiego, la concentración y la ecuanimidad. Para los budistas, y también para los yoguis, todos éstos son factores de ilu­minación, medios para embellecer la mente. Aquello que hagamos con la mente será lo que recibiremos de ella.



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