La mente es un resultado, un
producto, una enorme masa de acumulaciones y condicionamientos. Como todo ello
opera incontroladamente y muy a menudo por debajo del nivel de la conciencia,
perturba el juicio, el raciocinio, la visión y la percepción. Lo ideacional
toma muy a menudo el lugar de la realidad, la falsea, la pervierte o
simplemente la aleja de ella. La descripción deforma el hecho; la
interpretación no se corresponde con lo que es; los prejuicios distorsionan el
discernimiento; la estructura egocéntrica de la mente empaña toda vivencia al
hacerla autorreferencial; el pensamiento mecánico fragmenta, divide, arroja
más sombras que luz. De un tipo de mente así no puede surgir visión pura y
liberadora ni comprensión clara e integradora. Sólo recobrando la prístina pureza
cíe la mente, la visión que de ella se desprenda será limpia y reportará un
crecimiento interior y madurez. Pero la mente común y no desarrollada está
llena de tensiones, obstáculos, tendencias, modificaciones y velos. No puede
revelarse lo que «es» dentro y fuera de nosotros, porque las acumulaciones
mentales, traducidas en imparables ideaciones mecánicas e infinidad de
prejuicios, la impulsan constantemente a elegir, apropiarse, coleccionar,
rechazar o eliminar. No hay ningún sentido de imparcialidad, ni visión
panorámica, ni libertad de captación. Todos esos condicionamientos que acarrea
la mente vieja y herida engendran sufrimiento, aflicción, ansiedad. Pero
mediante la meditación y el trabajo interior, que consiste en concentrarse y
no implicarse en el juego de las ideaciones y sus reacciones creando más
ideaciones, uno va poniendo término a esa alienación de la mente que impide el
conocimiento puro y liberador. En tanto no vamos subyugando la mente, somos
víctimas de todos esos procesos psicomentales mecánicos que nos adhieren y
esclavizan. El pensamiento es un río, sobre todo cuando opera mecánicamente,
tomándonos en cualquier momento y circunstancia, identificándonos y
absorbiéndonos. En el seno de ese río, donde perdemos nuestra presencia de
ser, no puede haber quietud ni libertad. Hay identificación mecánica, tensión,
confusión, compulsividad; pero desde luego no hay paz ni libertad. Pero si
logramos situarnos en la energía del observador, es decir, en la fuente o
manantial de ese río pensante, la situación es distinta. Ya no hay
identificación mecánica, y comenzamos a emerger hacia un área de libertad. Lo
que hay que entender es que hay otras dimensiones en la mente que no son las de
ideaciones precipitadas. El pensamiento, dicen los sabios de la India, es la
segunda causa; pero es posible desplazarse a la primera causa o antesala del
pensamiento. En la segunda causa se produce tensión, división, incertidumbre,
ofuscación. En la primera causa hay más quietud, certidumbre y visión clara.
Hay diversos tipos de ejercitamiento para situarse en la primera causa. En la
segunda causa estamos en la cárcel de las ideaciones. Cuando las ideaciones
suplantan la vida como tal, se pierde la inteligencia primordial y se empaña el
elemento vigílico. La realidad interior pasa inadvertida porque las ideaciones
viven de espaldas a ella. Esa realidad interior (de alguna forma hay que
llamarla para entendernos, se la interprete como ser o no-ser, es lo mismo)
está enmascarada por los condicionamientos que nos vienen dados por la especie
y los que se han creado en nuestra psicología a través de la historia personal.
No llegaremos a esa realidad interior mediante el conocimiento ordinario ni
mediante la comprensión intelectual. Ese conocimiento y esa comprensión son insuficientes
para conquistar la sabiduría discriminativa, el discernimiento revelador.
Nuestros condicionamientos biológicos, evolutivos, psicológicos y
socioculturales conforman una densa niebla que sólo puede ser penetrada mediante
un conocimiento supraconsciente y una percepción supraconceptual. Tanto nos
hemos identificado con nuestros condicionamientos que nos cuesta sentirnos
aparte de ellos, como el actor que tanto se identifica con sus personajes que
los interpreta como si fueran él mismo. La percepción se ha perturbado; la
energía del que ve ha quedado debilitada por esa alienante identificación. Uno
se torna como el camaleón sin color propio y coloreándose con todo y por todo,
se pierde a sí mismo, o sea se extravía de su propio hogar interior. Así
experimentamos una ausencia de nosotros mismos que origina vacío,
incertidumbre, orfandad y dolor. Pasamos el tiempo morando en lo ideacional,
pero no en lo existencial. Inmersos en la corriente de la mente vieja y
condicionada, con sus enfoques viciados y con sus surcos profundos y
desertizados, somos esclavos de viejos patrones, conductas aprendidas,
impresiones pretéritas, paranoias egocéntricas. En la resaca de la mente
anterior, no estamos lo suficientemente lúcidos y frescos para la experiencia del
presente. Surgen innumerables resistencias que nos impiden el ser aquí-ahora,
el captar la realidad momentánea. La mente ha entrado en su dinámica de
compulsividad, no le gusta detenerse ni siquiera en lo presente y prosigue su
carrera frenética, abortando la mente nueva y fresca, reengolfada en sus
reacciones e impulsos, superficial y mezquina, sin ni siquiera darse cuenta que
por debajo de todo este fango, hay otro modo de percibir, otra experiencia de
ser, un espacio de calma profunda. Bastaría con detenerse, remansarse, aquietarse,
pero la mente vieja ha tomado el hábito de la carrera compulsiva, huye y
persigue, se resiste, va y viene, elige y divide, compara y mide, pero no es
aquí y ahora. Una mente así es una calamidad, un desastre. Debe ser transformada.
Debe morir para que nazca la mente nueva. Debe, como la serpiente, cambiar su
piel. Una mente así está propulsada por todas las acumulaciones y ni siquiera
puede tomar conciencia del proceso que la anima, del sustratum, de aquello
anterior a tales acumulaciones.
Cuando con un entrenamiento
adecuado y el trabajo interior vamos recobrando la mente, comienza a emerger
una nueva forma de espontaneidad y expresión muy pura y más allá de lo
evolutivo por un lado, y de lo ideacional por otro. También brota, como una
bella luz, la percepción pura, no contaminada por el fango del inconsciente,
ni condicionada por el pasado. Para ello hay que ganar una dimensión de mente
que no está constreñida por la avidez y la aversión, sino que se rige por otras
leyes. En esa otra dimensión de la mente, libre de las tensiones comunes, son
posibles percepciones que escapan a la mente ordinaria. Esa dimensión
supraconceptual de la mente se gana mediante un ejercitamiento a tal fin. Es la
mente conquistada mediante el trabajo interior. Se requiere un riguroso
entrenamiento que capacite para recobrar esa mente a-conceptual,
suprarracional, cuya percepción está libre de las acumulaciones y, por tanto,
de ideaciones. Para que esa dimensión supraconceptual de la mente pueda
manifestarse, para que podamos recuperarla, el trabajo interior propone:
— El desarrollo metódico de la
atención pura.
— El establecimiento en la
firme ecuanimidad.
— La meditación sentada.
— La actitud meditativa en la
vida diaria, es decir tratar de estar más atento y ecuánime.
— El desenraizamiento de las
negaciones y venenos mentales.
— El cultivo de sentimientos
bellos y actitudes positivas.
— La práctica de métodos y
técnicas de contramecanicidad, tales como el hatha-yoga y otras.
Mediante la meditación
sentada, el practícame va logrando la mente que nace de la meditación, una
mente que, nacida a la luz de la conciencia lúcida y la ecuanimidad, es de un
signo muy distinto al de la mente condicionada. La práctica de la meditación
drena y limpia el subconsciente, resolviendo la energía de los impulsos y
agotándola; reacondiciona positivamente el subconsciente; desarrolla la
atención pura, libre de interpretaciones y contaminaciones; acrecienta la
conciencia y desencadena la comprensión clara.
Como no basta con el
propósito, aunque éste es necesario, para modificarse; como no es suficiente
con el deseo, aunque éste se requiera, para transformarse; se hace
imprescindible un método. Mediante el método se genera una energía penetrante
y pura en la mente que permite ver a través de las apariencias, penetrar lúcidamente
en los fenómenos y ver lo que realmente es. Una visión así es la única
liberadora y, por supuesto, altamente transformadora. Cuando el practicante
«ve», por poco que se mantenga esa visión pura, la transformación se
desencadena inevitablemente. Cada golpe de visión pura va mutando en
profundidad al practicante. En las antípodas de la visión condicionada se
encuentra la visión pura y liberadora. Ésta es una visión que es independiente
de toda experiencia pasada o condicionamiento. Esta visión pura sólo es
posible si emerge de una mente purificada con la meditación y a través de ella
se obtiene la ecuanimidad total. La inteligencia primordial comienza a (luir.
Es una inteligencia de orden superior que nada tiene que ver con la erudición
o el conocimiento de datos. Es una inteligencia libre, con su propia energía
de claridad y precisión, que nos enseña a responder con frescura según
requieran las circunstancias y no a reaccionar mecánicamente, que nos muestra
un camino de integración y no la vía del deterioro, que nos permite adiestrarnos
en el amor consciente y no en la relación egocéntrica e infantil. Eliminados
los sólidos apuntalamientos del ego, hay un ser no autorreferencia! y, por tanto,
muy saludable, vital, creativo, total. El entrenamiento interior va aniquilando
las impresiones negativas del inconsciente y sus correspondientes tendencias
enraizadas en ellas. Todo aquello que conforme la aparatosa burocracia del ego
comienza a diluirse. En la medida en que las impregnaciones del subconsciente
se van eliminando y la mente condicionada comienza a ceder, toda la energía que
se malgastaba en esa estructura alienada se acopia y se pone al servicio de
una exquisita perceptividad y una penetrativa visión transformadora.
Si la mente se encuentra en un
estado de inquietud, deterioro, ansiedad y falta de real perceptividad, hay que
transformarla. Esa es la finalidad de todas las técnicas de autorrealización.
La mente es desarrollable y perfeccionable. La misma mente que encadena es la
mente que libera, dependiendo de si estamos en la mente condicionada o ganamos
una mente de claridad. En la mente condicionada no se puede ejercitar la
verdadera libertad ni de pensamiento, ni de elección, ni de acción ni de
relación, aunque uno se engañe creyendo que así es. Esa libertad hermosa y
profunda sólo es posible desde la mente incondicionada. La mente condicionada
genera confusión, de la que resulta ulterior confusión e inevitable aflicción.
Además, una mente confusa tiende a confundir a las otras. Así mentes mecánicas
hacen mentes mecánicas y no es de extrañar, como declara Tart, que todos
vivamos un trance consensual. Esa hipnosis colectiva es el resultado de las
mentes condicionadas, mecánicas y destructivas. Si estuviéramos
irremisiblemente condenados a una mente condicionada, ningún objeto tendría que
esforzarse por la transformación interna. Pero, si bien uno es heredero de la
mente que ha ido haciendo, uno será heredero de la mente que vayamos haciendo
a partir de ahora. Nos daremos cuenta hasta qué punto la recompensa merecía la
pena, cuando adquiramos una percepción renovada y gratificante que nada tiene
que ver con la maraña de ideaciones a la que estamos acostumbrados. La
sensación de plenitud y libertad será impresionante.
Los primeros yoguis de la
India ya descubrieron, mediante su autosondeo implacable, que la mente está
movida y condicionada por impregnaciones subliminales. Agotando la energía de
estas impregnaciones, la mente se aquieta, se descondiciona, se libera, se
expande y puede captar la realidad interna y percibir con pureza la realidad
externa. El ego cede en su empeño, se torna más flexible y funcional. La
memoria pierde su carácter condicionante y es más factual; la imaginación se
torna creativa, pero no es el reflejo del pasado proyectándose sobre el futuro
y generando ansiedad; el discernimiento opera correctamente y la atención
mental se purifica de contaminaciones, ideaciones y tensiones. Una mente así es
la que hay que recobrar, para beneficio propio y ajeno y, sobre todo, para no
seguir sembrando la locura y emerger para siempre de la alienación. En tanto
estemos anclados en el petrificado eje de la mente vieja, sustentada por los
samskaras a los que hemos hecho referencia, no habrá salud mental real. Mover
ese eje de la mente es necesario para que la mente dé un giro y obtenga una
visión diferente. Es lo que pretenden todos los métodos liberatorios y de
realización. Pero la mente vieja se resiste como un acorazado, se retroalimenta
con sus negatividades y egocentrismos, se niega a todo cambio, prefiere seguir
royendo el hueso sin sustancia y jugando en el cementerio del pasado, sigue
revolviendo en sus cachivaches, empachándose con sus datos, evitando esa quietud
perfecta donde se manifiesta la última realidad. Es muy hábil en alimentar
reacciones en cadena que mantengan en su máxima actividad las impregnaciones y
condicionamientos. Eso es la ignorancia básica, el velo que impide la visión
real. ¡Cuánto sufre una mente así! Pero se ha habituado a su propio campo de
concentración. Tan deformada está que tiene vértigo a la libertad y, como el
cerdo habituado a su chiquero, prefiere seguir enredando en la basura. Una
mente así tiene que morir, sacrificarse, suicidarse. Algo debe morir para que
algo floreciente y hermoso pueda nacer. La meditación es la muerte de la mente
vieja y del ego para dar nacimiento a una mente nueva, una mente pura nacida
de la meditación. La mente nueva es a cada momento, porque si no se tornaría
vieja y condicionada. Esta mente nueva no alberga aflicción. Goza sin
aferrarse; sufre sin resistirse. No añade dolor al dolor ni amargura a la
amargura. Fluye, se desliza, halla el punto de menor resistencia, no se
estanca, no se enrarece, no alimenta miedos y paranoias. La mente purificada
permanece conectada con la realidad interior, sin dejarse perturbar por la
corriente de pensamientos. Es una bendición, es un regalo. Toma y deja, digiere,
no acarrea innecesariamente, no se condiciona, se abre al momento, se realiza
a cada instante. Disfruta si llega el disfrute, sin aferramientos; sufre si
llega el dolor, sin añadir más dolor. Cambia lo que debe cambiarse si así puede
ser, pero asume lo que no puede ser descartado sin tensiones innecesarias.
Evita que la herida permanezca y no se deja atrapar en un surco repetitivo de
conciencia.
Está perceptiva, alerta,
lúcida, consciente, dejando un espacio de claridad entre el experimentador y lo
experimentado. Capta más allá de las ideaciones, penetra la existencia tal cual
se desenvuelve, instrumentaliza los acondicionamientos agradables o
desagradables para madurar, aprender existencialrnente, transformarse para
seguir mejorando. Al modificarse la conciencia, se modifica la percepción. Al
transformarse la mente, se transforma la visión. Pero para poder emerger de la
mente vieja, es necesario ir resolviendo sus trabas y negatividades. Es un
proceso de purificación, porque son muchas las impresiones que hay que limpiar.
Hay que liberar la mente de malevolencia, avidez, aversión, ofuscación,
agresividad, ira, adoctrinamientos e ideologías, temores, actitudes
egocéntricas, acrobacias metafísicas y puntos de vista inútiles, subterfugios
y escapismos, ignorancia y todos esos enfoques incorrectos que le hacen a uno
tomar lo esencial por trivial, lo accesorio por importante, lo aparente por
real. A estos impedimentos mayores se pueden añadir otros no menores como la
abulia, la falta de motivación, el descontento, la ansiedad o desasosiego, la
duda sistemática, la falta de confianza en la posibilidad de transformación y
demás. Habrá que ir superando todas estas trabas u obstáculos propios de la
mente pretérita, que impiden la visión pura e integradora, que fortalecen todo
el complejo del ego, que anclan en el propio semidesarrollo. En esa mente vieja
hay división, conflicto y vacilación. En la mente perceptiva e intensa, sin
ideaciones ni actitudes tan egocéntricas, surge una nueva intensidad
reveladora, ya no hay división sino totalidad, plenitud. De la plenitud surge
la fragancia de la quietud profunda. En la quietud profunda hay un sentimiento
de estar y ser. Al conseguirse una nueva luz y lucidez para la conciencia, ésta
ya no está supeditada a las pulsiones subconscientes, instintivas y evolutivas,
y entonces comienza a ganar su libertad. Pero corno las ideaciones ya no
invaden la conciencia tan obstinadamente, incluso la perdida sabiduría
instintiva se recupera y comienza a fluir en lo más profundo, del mismo modo
que intuiciones supracausales se revelan cuando el inconsciente colectivo puede
manifestarse libremente dejando un mensaje de lo transpersonal. La conciencia
desplegada no anula, pues, la sabiduría instintiva, pero nos permite liberarnos
de las instintivas pulsiones que nos mantenían inmaduros e inmovilizados
interiormente. Los grilletes que el subconsciente nos imponía dan paso a las
alas de libertad de una conciencia desarrollada. La energía de lo inmenso, de
lo que se sitúa por su carácter más allá de toda diferencia racial o cultural,
se presenta con su hálito purificado y liberador. Aquellos que han escalado la
cima de la conciencia saben que sobreviene un conocimiento supramundano que le
proporciona un toque muy diferente a la existencia y un sabor de plenitud.
Desde ese otro nivel de la conciencia, la arrolladora fuerza de la herencia
animal, cultural, social se neutraliza. Sobreviene el mirar inafectado, que no
hay que entenderlo como falta de intensidad, todo lo contrario, sino que a cada
cosa le confiere su brillo y peso específico, pero no hay una implicación que
induzca al sometimiento. Si hacemos acopio de las energías que malgastamos con
las ideaciones mecánicas, si orientamos la energía recuperada hacia la
percepción, entonces la mente sale de su habitual binomio de agitación-inercia
y se sitúa en una lúcida y ecuánime captación de lo que es, superando muchas
reactividades, elecciones y tensiones deteriorantes. El poder del silencio
interior es excepcional. Desenreda la maraña de fantasmagorías y reactividades,
drena, ordena, armoniza y sincroniza. Ese silencio interior tiene un gran
poder de transformación. Es incluso muy saludable para la unidad psicosomática.
Borra todas las grabaciones mentales, vacía, purifica, aquieta y esclarece.
Todos podemos tomar la ruta de
la mente condicionada y confusa a la mente clara y quieta. Todos podemos
desplazarnos de la conciencia crepuscular a la conciencia iluminada. Nada de
triunfalismos ni falsas expectativas, porque todo eso forma parte de la mente
vieja y sus trucos; arreglándoselas para producir ulterior desánimo y
desfallecimiento y poder así retroalimentar su inmadurez y deterioro continuo.
Sólo un poco de confianza en las propias posibilidades de desarrollo y poner
las condiciones para que la transformación se vaya produciendo. Se requiere
cierto sentimiento de premura porque la vida no es larga, y, como decía Buda,
vamos envejeciendo como bueyes que ganan en kilos mas no en sabiduría, pero sin
ningún tipo de urgencia compulsiva y nociva. Si estuviéramos en un campo de
concentración, pondríamos todos los medios para salir de él. Llevamos el campo
de concentración en nuestra mente atiborrada de acumulaciones. Si fuera tan
fácil limpiar la mancilla de las neuronas como uno se quita la grasa de las
manos, el trabajo interior no sería necesario. Pero la polución de la mente es
mucho más difícil de higienizar que la polución del cuerpo. Hay una gran
hipnosis colectiva; compartimos un sueño psicológico profundo pero, como
declaraba el Buda: «Algunos hay que no tienen los ojos demasiado empañados.
Éstos sí que podrán comprender la verdad». La mente tiene sus misterios, pero
el gran misterio de la mente, el misterio de los misterios, es que esta mente
condicionada puede celebrar el acontecimiento glorioso de autosacrificarse para
que surja una mente cuerda y en paz.
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