martes, 7 de febrero de 2017

NARRACIONES MÍSTICAS DE LA INDIA

Él arte de la observación

Un discípulo se dirigió al maestro y le dijo:
—Maestro, te ruego me ofrezcas instrucción para aproximarme a la Verdad. Tal vez tú dispongas de alguna enseñanza secreta.
—El gran secreto —repuso el maestro— está en la observación. Nada se escapa a una mente observante. Ella misma se convierte en la enseñanza.
—¿Qué me aconsejas hacer? —preguntó el discípulo.
—Observa. Siéntate en la playa, a la orilla del mar, y observa cómo el sol se refleja en sus aguas. Permanece atento observando tanto tiempo como te sea necesario, tanto tiempo como te exija la apertura de tu comprensión.
Durante días el discípulo se mantuvo en completa observación. Observó el sol reflejándose en las aguas tranquilas y sobre las aguas encrespadas, sobre el mar en calma y sobre el mar en tempestad, sobre las olas apenas visibles y sobre las olas descomunales. Observó y, finalmente, se abrió su comprensión.
Agradecido, el discípulo regresó hasta el maestro, que le dijo al verle:
—Te estaba esperando. ¿Has comprendido a través de la obser­vación?
—Sí —dijo el discípulo lleno de agradecimiento—. Llevaba años efectuando ritos, asistiendo a ceremonias sagradas, leyendo las escrituras, pero no había comprendido. Unos días de observación me han hecho comprender. El sol es nuestro ser interior o naturale­za real, siempre brillando, autoluminoso, inafectado. Las aguas no le mojan y las olas no le alcanzan; es ajeno a la calma y a la tempes­tad aparentes. Siempre permanece en sí mismo.
—Esa es la enseñanza sublime —dijo el maestro—, la enseñan­za que se desprende del arte de la observación.

 

El perro aterrado

Nuestra mente ofuscada es fábrica de confusión. Nos obliga a vivir a través de nuestras proyecciones y no de la realidad. La siguiente historia del perro aterrado es muy significativa para comprender hasta qué punto a nuestra mente le sucede lo mismo que al animal de este relato.
En una ocasión un perro entró en un palacio cuyas paredes esta­ban cubiertas de espejos. El perro entró corriendo y en ese momen­to vio que numerosos perros corrían hacia él en dirección contraria a la suya. Aterrado, se volvió hacia la derecha para tratar de huir, pero entonces comprobó que numerosos perros estaban también en esa dirección. Se volvió hacia la izquierda y comenzó a ladrar des­pavorido. Decenas de perros, por la izquierda, le ladraban amena­zantes. El perro sintió que no tenía escapatoria posible. Estaba ro­deado de perros enemigos. Miró en todas las direcciones, y en todas ellas contemplaba innumerables perros que no dejaban de ladrarle. En ese momento el terror paralizó su corazón y el perro murió. Su falsa percepción y su carencia de correcto discernimiento le habían provocado la muerte.

 

La llave de la felicidad

El Divino quería sentirse acompañado y creó unos seres para que le hicieran compañía. Pero estos seres encontraron la llave de la feli­cidad, el camino hacia el Divino y se absorbieron en Él. El Divino convocó a los dioses y les expuso la cuestión: «Voy a crear al hom­bre, pero quiero esconder la llave de la felicidad en algún lugar donde no se le ocurra buscarla. ¿Dónde os parece?». Uno de los dioses dijo: «En el fondo del mar». Otro de ellos: «En una gruta en los Himalayas». Un tercero: «En algún remotísimo lugar del es­pacio». Aquella noche el Divino reflexionó y comprendió que el hombre terminaría buscando en los océanos, los Himalayas y otras galaxias a través de los agujeros negros. No, en ninguno de esos lu­gares estaría segura la llave de la felicidad. El hombre la hallaría y Él volvería a quedarse solo. Pero entonces se le ocurrió el único lu­gar donde jamás el hombre buscaría la llave de la felicidad: dentro del mismo hombre. Y allí la colocó.

 

El yogui ladino

Ésta es la historia de un yogui que había desarrollado grandes po­deres psíquicos, aunque no había obtenido la conquista de su pro­pio ego. La siguiente historia muestra hasta qué punto el ego se nos impone cuando no aprendemos a debilitarlo.
Después de una larga vida entregado al autodominio, también llegó la hora para el yogui de esta historia. Yama, el Señor de la Muerte, envió a uno de sus emisarios a atrapar al yogui, pero éste intuyó con su poder clarividente la llegada del emisario de la muer­te y, experto en el arte de la ubicuidad, creó treinta y nueve formas semejantes a la suya. Así, el emisario de la muerte contempló cua­renta yoguis iguales y no pudo saber cuál era la forma verdadera, y por tanto cuál era la que debía atrapar. Fracasado, regresó junto a Yama y le contó lo sucedido. Entonces Yama le habló al oído y le dio unas instrucciones bien precisas. El emisario partió hacia donde estaba el yogui. Cuando llegó, se encontró con el mismo truco del ladino hacedor de proezas. Había cuarenta imágenes iguales. El emisario, siguiendo instrucciones de Yama, comentó: «Muy bien, pero que muy bien, ¡una gran proeza!». Y tras una bre­ve pausa, agregó: «Pero hay un pequeño fallo». Entonces el yogui, herido en su orgullo, replicó: «¿Cuál?». Y el emisario de la muerte pudo atrapar la forma verdadera y conducir al yogui al reino de la muerte.

 

Pleito a la luz

La oscuridad pensó que la luz cada día le estaba robando más terre­no y entonces decidió ponerle un pleito. Así lo hizo y llegó el día marcado para celebrarse el juicio. La luz llegó a la sala del juicio antes de que lo hiciera la oscuridad. Allí estaba el juez y los respec­tivos abogados. Esperaron y esperaron. La oscuridad permanecía fuera de la sala, pero no se atrevió a entrar. Simplemente no podía. Así que pasado un tiempo, el juez falló a favor de la luz.
La luz es la conciencia y la sabiduría. La oscuridad es la incons­ciencia y la ignorancia. Estas últimas sólo son la ausencia de aqué­llas. No tienen luz propia. Si se desarrolla la conciencia, ¿cómo puede compartir el mismo lugar la inconsciencia? No es posible, así como la oscuridad no pudo entrar donde estaba la luz.

 

La paloma y la rosa

En un pequeño y hermoso templo de la India se coló una paloma. Todas las paredes estaban adornadas con espejos y en ellos se refle­jaba la imagen de una rosa que había en el centro del templo, en el santuario. La paloma, tomando las imágenes por la rosa, se aba­lanzó sobre una y otra, chocando tan violentamente contra las pare­des que terminó por reventar y morir. Entonces su cuerpo, final­mente, cayó sobre la rosa.
El ser humano, por ignorancia e ilusión, se comporta a menudo como la paloma. Toma por real lo que no lo es, por esencial lo que es trivial. Persigue los espejismos que le hacen morir espiritualmente, busca la rosa de la felicidad en los reflejos, fuera de sí mismo, pero no en la propia interioridad.

 

El pez pregunta a la tortuga

Aunque debido a nuestros autoengaños se nos oculta la real natura­leza interior, debería sernos tan evidente como el agua para el pez de la siguiente historia.
Un pez se deslizaba por el agua. De repente sacó la cabeza y vio una tortuga en la playa a la que preguntó:
—Tortuga, ¿qué es el agua? Y la tortuga repuso:
—Has nacido en el agua, en el agua estás viviendo y en el agua morirás. Fuera de ti hay agua; dentro de ti hay agua. Te alimentas de lo que encuentras en el agua. ¡Pez necio, me preguntas a mí qué es el agua!

 

El hombre ecuánime

Esta es la significativa historia del hombre ecuánime. Era dueño de un caballo, pero cierto día por la mañana se despertó, fue al establo y comprobó que el caballo había desaparecido. Entonces vinieron los vecinos a condolerse y decirle:
—¡Qué mala suerte has tenido! Sólo tenías un caballo y se ha marchado.
Y el hombre dijo:
—Sí, sí, así es, así es.
Pasaron unos días y una mañana el buen hombre se encontró con que en la puerta de su casa no solamente estaba su caballo, sino que había traído otro. Vinieron los vecinos y le dijeron:
—¡Qué buena suerte la tuya! Ahora eres dueño de dos caballos.
El hombre repuso:
— Sí, sí, así es.
Ahora, al disponer de dos caballos, el hombre podía salir a montar a caballo en compañía de su hijo. Pero un día, el hijo se cayó del caballo y se fracturó una pierna. Vinieron los vecinos y le dijeron:
— ¡Mala suerte, muy mala suerte! Si no hubiera venido ese se­gundo caballo...
El hombre, tranquilamente, dijo:
—Sí, así es.
Pasó una semana y estalló la guerra. Todos los jóvenes fueron movilizados, menos el hijo herido al caer del caballo. Y vinieron de nuevo los vecinos a verle y le dijeron:
— ¡Tú sí que tienes buena suerte! Tu hijo se ha librado de la guerra.
—Sí, sí, así es —repuso serenamente.

¡No, mi hijo está conmigo!
Un hombre tenía un hijo. Por determinados motivos se vio obliga­do a viajar y tuvo que dejar a su hijo en la casa. Unos bandoleros aprovecharon la ausencia del padre para entrar en la casa, robar, destrozarlo todo y llevarse al joven con ellos. Después incendiaron la casa. Al poco tiempo volvió el padre y se encontró la casa quema­da. Buscó entre los restos y encontró unos huesos, que creyó que eran los de su hijo quemado. Introdujo los huesos en un saquito que ató a su cuello. Llevaba el saquito de huesos junto al pecho. Jamás se separaba del saquito, al que abrazaba con entrañable afec­to, convencido de que aquéllos eran los restos del muchacho. Pero el hijo consiguió huir de los bandoleros y llegó hasta la puerta de la casa en la que viviera ahora su padre. Llamó a la puerta. El pa­dre, abrazado a su saquito de huesos, preguntó:
—¿Quién es?
—Soy tu hijo— repuso el muchacho.
—No, no puedes ser mi hijo, vete. Mi hijo ha muerto.
No, padre, soy tu hijo. Conseguí escapar de los bandoleros. El padre aprisionó aún más el saquito de huesos contra sí.
—He dicho que te vayas, ¿me oyes? Mi hijo está conmigo.
—Padre, escúchame, soy yo. Pero el hombre seguía replicando:
—¡Vete, vete! Mi hijo murió y está conmigo. Y no dejaba de abrazar el saquito de huesos. En su apego por lo irreal e ilusorio el ser humano procede como ese padre y se niega a ver la Realidad.

 

El hombre que se disfrazó de bailarina

Una gran fiesta se celebraba en la corte del monarca. Iba a comen­zar la danza cuando sucedió que la bailarina enfermó de gravedad. Nadie quería decir al rey lo que había pasado, pero tampoco en­contraban a otra bailarina para sustituir a la enferma. Entonces, los colaboradores cercanos al monarca cogieron a uno de los sirvientes y le pidieron que se vistiese de bailarina y se pintase y adornase como tal. Así lo hizo el sirviente y, como una bailarina, danzó ante el rey.
La pregunta es: ¿Dejó, mientras actuaba, de saber que era un hombre y no la mujer de la que se había disfrazado? No es posible responder, pero el ser humano común es como si el sirviente se hu­biera creído que era una mujer por una total identificación y una completa carencia de autoconciencia. El ser humano se identifica con el cuerpo, la mente, el nombre y la forma y pierde la concien­cia de su naturaleza real. Tanto se identifica con la máscara de su ego, con la vestidura de su personalidad, que se olvida de su autén­tico y genuino ser interior.

 

Los acróbatas

Ésta es la historia de una niña y un hombre acróbatas. Viajaban por los pueblos de la India exhibiendo sus habilidades. El hombre sos­tenía un palo muy largo y la niña trepaba al extremo superior. Un día, el hombre le dijo a la niña:
—Para evitar que nos ocurra un accidente, lo mejor será que yo me ocupe de lo que tú estás haciendo y tú de lo que estoy haciendo yo cuando efectuemos la prueba.
Pero la niña replicó:
—No, eso no es lo acertado. Yo me ocuparé de mí y tú te ocu­parás de ti y así, estando los dos muy atentos a lo que cada uno de nosotros hace, no nos ocurrirá ningún accidente.
Atentos, conscientes de sí mismos y vigilantes, así deben estar los buscadores del crecimiento interior y la madurez interna.

 

Una insensata búsqueda

Una mujer estaba buscando algo en el suelo junto a un farol. Pasó por allí un hombre y se paró, curioso, a observar a la mujer, que afanosamente buscaba y buscaba. Intrigado, después de un rato, el hombre preguntó:
—Buena mujer, ¿podrías decirme qué buscas? Y la mujer repuso:
—Busco una aguja que he perdido en mi casa, pero como allí no hay luz, he venido a buscarla junto al farol.
Como esa mujer proceden la mayoría de los seres humanos, buscando la felicidad donde no es posible hallarla, en lugar de buscar en su propio hogar interno, por oscuro que resulte al principio.

 

Un preso muy singular

Este es el caso de un preso muy singular. Era un hombre que había sido encerrado en un calabozo de un pueblo. Un ventanuco enreja­do daba al exterior. Todos los días el preso se asomaba al ventanuco y comenzaba a reírse de la gente que veía en la plaza del pueblo. Extrañado, el guardián le preguntó:
—¿Puedes decirme de qué te ríes? Y el preso repuso:
—¿Cómo de qué me río? De todos ésos. ¿No ves que están pre­sos detrás de estas rejas?
El hombre común en su estado de semidesarrollo se autoengaña como el preso de esta historia, autoarrogándose una libertad y una armonía de las que carece, e incluso pudiendo subestimar a aque­llos mucho más evolucionados que él mismo.

 

El recluso

Ésta es una historia muy antigua. Refiere el caso de un recluso que tenía que ser trasladado de cárcel, para lo que tenía que atravesar toda la ciudad. Le colocaron un cuenco de aceite hasta el borde so­bre la cabeza y le dijeron:
—Un verdugo con una espada caminará detrás de ti y en el mis­mo momento en que derrames una gota de aceite te rebanará la ca­beza.
El recluso emprendió el camino. Se hallaba en el centro mismo de la ciudad cuando llegó un grupo de hermosísimas bailarinas. La pregunta es: ¿Logró el recluso diligentemente no ladear la cabeza y salvarla, o por el contrario, negligentemente, miró a las hermosas danzarinas y la perdió?
Este relato invita a mantener en todo momento la autoconciencia, la mente alerta y diligente. Debemos aprender a estar tan aten­tos como si la vida nos fuera en ello.

 

El árbol celestial

Un hombre llevaba muchas horas viajando a pie y estaba cansado y sudoroso bajo el sol implacable del día. Extenuado, se echó a des­cansar bajo un árbol. El suelo estaba duro y pensó qué agradable sería tener una cama mullida en la que reposar. Era aquél un árbol celestial que hacía los pensamientos realidad, así que la cama le fue concedida al exhausto viajero. Acostado en la agradable cama, pen­só que sería muy grato para sus cansadas piernas que una joven le proporcionase un masaje sobre ellas, y en seguida una mujer estaba aliviando la tensión de sus piernas. Bien descansado, el hombre sin­tió hambre y pensó en lo placentero que sería poder degustar una opípara comida. Surgieron los alimentos y el viajero comió hasta sa­ciarse. Se sentía feliz. Había reposado, una bella joven le había dado un masaje, y había llenado el estómago con sabrosos manja­res. Su mente comenzó a divagar. De repente le asaltó un pensa­miento: «Mira que si un tigre me atacara ahora». Apareció un tigre y lo devoró.
Tal es la naturaleza de la mente común.

 

Los monos

El discípulo fue hasta el maestro y le dijo:
—Te ruego que me proporciones un tema de meditación, ya que voy a retirarme durante varias semanas al bosque y meditaré muchas horas por día.
El maestro dijo:
—Puedes meditar en todo lo que quieras. Todos los temas de meditación están ahí para ti, pero lo único que te pido es que no pienses en monos.
«Eso es muy fácil», se dijo el discípulo, «puedo pensar en todo menos en monos». Se retiró al bosque.
Al cabo de varias semanas volvió hasta donde estaba el maestro, quien le preguntó:
—¿Qué tal te ha ido?
Y el discípulo, desalentado, contestó:
—Trate incansablemente de meditar en algo que no fuesen mo­nos, pero era en lo único que lograba pensar. Ésa es la mente indócil y superficial.

 

El barquero inculto

Un joven muy erudito y petulante tomó una barca para cruzar un río. De súbito pasó una bandada de aves y el joven preguntó al barquero:
—  ¿Has estudiado la vida de las aves?
—No, señor —repuso el hombre.
—Vaya, has perdido la cuarta parte de tu vida —dijo el joven. Poco después vieron unas plantas flotando en las aguas y el jo­ven preguntó:
— ¿Sabes botánica? ¿Has estudiado la vida de las plantas?
—No, en absoluto, señor.
—Pues has perdido la mitad de tu vida. Pasado un tiempo, preguntó el joven:
—¿De las aguas? ¿Qué sabes de las aguas?
—No sé nada, señor.
— ¡Oh, barquero! Sin duda has perdido las tres cuartas partes de tu vida.
En seguida la barca comenzó a hacer agua. Entonces fue el bar­quero el que preguntó:
—Señor, ¿sabes nadar?
—No —repuso el joven.
—Pues me temo, señor, que has perdido toda tu vida.
El saber libresco y la erudición sirven de bien poco. No es a tra­vés del conocimiento intelectual como uno recupera la mente origi­nal y se transforma interiormente, sino a través del conocimiento directo y vivencial.

 

El tigre que bala

Al atacar un rebaño, una tigresa preñada dio a luz y luego murió. El tigre creció entre las ovejas, y se comportaba como tal y se tenía a sí mismo por una oveja. Era sumamente apacible, balaba, pacía e ignoraba por completo su verdadera naturaleza. Pero un día llegó un tigre hasta el rebaño y lo atacó. Cuál sería su sorpresa al ver un tigre que se comportaba como una oveja. «Oye —le dijo—, tú eres un tigre.» Pero el tigre no hizo ningún caso y baló asustado. Enton­ces el tigre condujo al tigre oveja ante un lago y le mostró su propia imagen. Pero él seguía creyéndose una oveja, hasta tal punto que cuando el otro tigre le dio un pedazo de carne cruda, no quería probarla. Pero por fin se decidió a hacerlo y la carne cruda desató sus genuinos instintos y reconoció su propia naturaleza.
Como el tigre oveja es el ser humano común. Su naturaleza ori­ginal le pasa inadvertida, pues está, por ignorancia, totalmente identificado con sus actividades psicomentales, su ego y sus in­correctos enfoques.



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