¿Hay algo más que la mente?
Cuando uno investiga en la mente (pero no académicamente, no de acuerdo con los
especialistas o científicos, sino de modo personal, directo, sobre la propia
mente), se da cuenta del gran misterio que es, qué gran enigma. Por un lado
parece todo, por otro parece nada. Si sentimos el cuerpo es gracias a la mente;
mediante la mente conocemos y reconocemos, y es por la mente que pensamos,
recordamos, percibimos, imaginamos y nos es dado relacionarnos con los demás.
Pero cuando estamos en el sueño profundo, ¿dónde está la mente?; cuando entramos
en meditación total, ¿dónde está la mente? Parece todo y es nada, o parece nada
y es todo. Cuanto más se la busca, menos se la encuentra; cuando no se la
busca, siempre está presente. Tiene un gran poder, no cabe duda. Y cuando se
pone a hacer de las suyas es un gran problema. Puede ser una gran amiga, pero
a menudo se muestra hostil e indócil. Puede proporcionar mucha felicidad
propia y ajena, pero con frecuencia procura dolor y malestar. No es de extrañar
que en la India haya dos adagios muy significativos a propósito de la mente.
Uno dice: «La misma mente que te ata, es la mente que te libera». El otro reza:
«La misma espada que puede salvarte la vida, puede quitártela». Quizás el
problema no sea la mente, sino nuestra incapacidad para aprender a manejarla,
orientarla, cultivarla adecuadamente y sacarle sus mejores frutos. También se
dice: «La mente es cielo o infierno, jardín o estercolero». ¿De qué depende?
La respuesta es: del que posee la mente. Es cierto que la mente ha entrado en
su propia dinámica, a menudo enojosa y nociva; que la mente es heredera de
nuestra psicología infantil y de cómo fue formada y más frecuentemente
deformada; es cierto que la mente de ahora es el producto o resultado del pasado,
pero también lo es que está en nuestras manos reeducar la mente, cambiarla,
darle un giro. La mente no está cerrada; no es una película acabada. De ser
así, ninguna técnica de autorrealización tendría la menor oportunidad. Pero la
mente es desarrollable, mejorable, purificable y factible de ser puesta al
servicio de la evolución interior y el perfeccionamiento. Claro que sólo
algunos seres humanos se deciden a hacerlo. Los restantes siguen aceptando una
mente semidesarrollada, crepuscular, en continuo deterioro.
La mente es una gema preciosa,
sólo en potencia. La mente es una orquídea espléndida, sólo en proyecto. Lo que
la mente termine siendo, dependerá del trabajo que se lleve a cabo con ella.
Este trabajo nadie puede realizarlo por nosotros. Nadie puede purificar la mente
por nosotros. La mente es un gran misterio, sí, pero cada uno puede revelarlo
por sí mismo. Si en el mundo hay tantos problemas, desencuentros y horrores,
es porque los problemas, desencuentros y horrores comienzan en la mente. Si no
aprendemos a solucionar los problemas en la mente, ¿cómo podremos
solucionarlos en el exterior? Mentes conflictivas, neuróticas y ávidas, hacen
una sociedad conflictiva, neurótica y ávida. Debemos aprender a bregar con
nuestra mente. Es insatisfactoria e indócil, pero puede volverse dócil y
dichosa. La mente admite una radical transformación. Tal como es ahora, también
podría ser de otra forma. Todas las facultades de la mente pueden
desarrollarse, pero lo más importante y prometedor: se pueden modificar los
cimientos de la mente y proporcionarle una nueva manera de vivenciar, mirar,
relacionarse. No hay que ser triunfalistas. No es un trabajo rápido ni fácil,
pero la mente del año próximo será cómo nosotros vayamos haciéndola a cada
momento. Recogeremos la mente que cultivemos, como ahora hemos recogido la
mente que hemos permitido. Todo está en la mente, en el sentido de que en
última instancia todo (placer y dolor, alegría y descontento, paz o inquietud)
lo experimentamos a través de la mente. Si recibimos una mala noticia o nos
enfrentamos a una contrariedad, sentimos tristeza dentro de nuestra mente; si
algún acontecimiento nos es propicio, sentimos alegría dentro de nuestra mente.
La mente nos permite sentir. La fuente del sentimiento está dentro de nosotros.
La mente amplía o atenúa. El mismo acontecimiento puede dañar mucho a una
persona y poco a otra; la misma situación a una la hiere y a otra la deja
indiferente. La mente hace su juego; hasta que no nos manejamos con ella y la
conocemos, sigue sus leyes. Puede ser tan contradictoria y extemporánea, que
puedes estar sano y te hace creer que estás enfermo, que eres rico y te hace
comportarte como un mendigo. Ejerce su tiranía. De su grado de reactividad y de
su modo de tomar las cosas, depende cómo éstas nos afecten. Hay una historia
del Buda. A veces la gente aviesa le insultaba, pero nunca nadie le vio perder
la semisonrisa y la calma. Sorprendidos, sus mismos discípulos le preguntaron
un día: «Señor, ¿cómo permaneces tan tranquilo ante los que te insultan?». El
Buda repuso: «Ellos me insultan, sí, pero yo no recojo el insulto». Si la mente
nos domina, estamos perdidos. Impone su atmósfera enrarecida de miedos,
paranoias, distorsiones. Si la mente está a nuestro servicio, se torna un
instrumento muy poderoso para el crecimiento interior y la libertad interna.
La mente puede ser un hervidero de dudas, incertidumbre, infelicidad; también
puede ser un manantial de alegría y satisfacción. Por esta razón no debe
extrañarnos que los sabios de la India hayan concebido y ensayado decenas de
métodos para controlar, purificar y aquietar la mente. Nadie como ellos ha
investigado tanto en este sentido. La psicología occidental está en pañales al
lado de esta psicología experiencial y personal de los yoguis indios. Hay un
texto que incluye nada menos que ciento doce métodos para el desarrollo y
control de la mente. Si todo pasa por el espacio de la mente, si todo se
interpreta en el escenario mental, es obvio que hay que poner orden en la
mente.
Poner orden en la mente es uno
de los objetivos de las prácticas de entrenamiento mental, porque el desorden
engendra posterior desorden y partiendo de la mente se proyecta sobre el
exterior, engendrando situaciones babélicas. Cuando hay desorden, hay insatisfacción,
incertidumbre, ansiedad y dolor. El desorden proviene de tantas contradicciones
internas, enfoques incorrectos, aferramiento a puntos de vista, conflictos
subconscientes, hábitos coagulados, situaciones inacabadas, frustraciones
indigeridas, traumas insuperados y heridas aún abiertas. El desorden es visión
incorrecta, confusión, caos, ofuscación. Nada hermoso puede surgir de este
desorden. En el desorden anidan el apego, la agresividad, el autoengaño y los
tóxicos mentales que a su vez generan más desorden. No hay belleza en el
desorden, ni mucho menos armonía, ni por supuesto tranquilidad. Si
consideramos que la mente es el órgano de cognición, percepción e ideación,
entre otras funciones, nos daremos cuenta que desde el desorden, tanto la
cognición como la ideación o la percepción serán desordenadas, creando más
caos, más confusión. Los seres humanos vimos inmersos en nuestro núcleo
caótico y confusional. Nos hemos convertido en enemigos de los otros y en
enemigos de nosotros mismos. Mientras nos sigamos identificando con las
negatividades de nuestra mente, no seremos de real provecho ni para nosotros ni
para los demás. Esas negatividades son un lastre, nos anclan e impiden el
progreso interno. Pero tan identificados estamos con ellas que nos las creemos,
las hacemos propias, nos imantan. Hay muchos impedimentos en la mente: avidez,
aversión, autoengaños, ignorancia, celos, agresividad, juicios equivocados,
enfoques incorrectos, falsas interpretaciones, egocentrismo y tantos otros. No
hay belleza, no hay compasión, no hay amor. Nosotros, que nos preocupamos por
limpiar nuestra habitación o nuestro hogar, que nos afanamos por vestir
adecuadamente y que atendemos a la higiene del cuerpo, ¿cómo es posible que
seamos tan despreocupados con nuestra mente y hagamos de ella un estercolero?
Un estercolero que llevamos siempre con nosotros. Un almacén de odios, dudas,
afanes neuróticos, afán de posesividad, resentimientos y otras negatividades
que conforman nuestra cárcel mental. Detengámonos a ver qué somos. Es interesante
que nos preguntemos por nuestra vida interior ya que siempre la llevamos
encima, y que con nosotros estará hasta que la muerte sobrevenga. Mirémonos,
explorémonos, averigüemos, sondeemos. Somos un cúmulo impresionante; somos una
descomunal masa de códigos, tendencias, impulsos, reacciones... Como un pozo
sin fondo. Por un lado, somos herederos de la larga, inmensa, desenfrenada
evolución de la especie, con todos sus códigos e impulsos prehumanos y cavernícolas;
por otro lado, herederos de nuestra propia psicología que se fue formando desde
que fuimos concebidos, es decir, de nuestra propia historia personal. Somos,
pues, el producto o resultado de toda la dinámica de la evolución de la especie
y de nuestra propia psicología de años. Todo ello nos enriquece por un lado,
pero nos limita, controla y empobrece por otro. Todo ello vive, siente, opta
por nosotros. La vida nos vive, la biología nos dirige; la psicología nos
controla con sus hilos invisibles a menudo ciegos. Todo ello representa
mecanicidad, esquemas, hábitos coagulados y viejos patrones de conducta. ¿De
verdad somos libres? Sólo desde nuestros condicionamientos..., ¡y son tantos!
Hay una historia. No me
resisto a contarla. Los cuentos indios dicen en pocas palabras más que
volúmenes enteros.
Un buscador
occidental partió para la India en busca de un maestro. No halló ninguno que le
mereciera confianza. Pero en un pueblecito le dijeron que había un ermitaño en
la cima de una montaña y que al parecer era un hombre muy sabio. El occidental
emprendió viaje hacia la montaña y comenzó a trepar por una de sus sendas, en
busca del ermitaño. De pronto, he aquí que el ermitaño bajaba por la senda y
estaba próximo a cruzarse con él. Llevaba un saco a la espalda. En el mismo
momento en que ambos hombres se cruzaban, el ermitaño clavó sus profundos ojos
en los del buscador occidental. Se hizo un silencio perfecto. El ermitaño, sin
dejar de mirar al occidental, dejó el saco en el suelo unos instantes, y luego
lo recogió y partió sin decir palabra.
El occidental comprendió.
Había recibido la gran enseñanza. Es necesario dejar el fardo del pasado,
aunque luego se recoja, pero se recogerá con una acritud muy diferente. Para
hallar la completa libertad interior y recobrar la mente original de inocencia
y calma profunda, es necesario liberarse hasta donde sea posible de los condicionamientos
cíe la especie por un lado, y de los condicionamientos psicológicos por otro,
liste misterio que es la mente está apuntalado por unos y otros
condicionamientos. La mente es una bandera a merced del viento de dichas
acumulaciones. Si queremos penetrar en el laberíntico y sinuoso universo de la
mente, entendamos un poco los condicionamientos que, algunos desde la noche de
los tiempos, la determinan.
Decimos mi miedo, mi sentimiento
de soledad, mi agresividad, mi angustia o mis celos. Decimos mi anhelo de vida,
mi avidez, mi ira, mi ignorancia. Pero en realidad es el miedo, el sentimiento
de soledad, la agresividad, la angustia, el anhelo de vida, la avidez, la ira y
la ignorancia de la humanidad. Como ello se filtra por mi cerebro y por mi
mente, le damos el marchamo de mío; como lo experimentamos individualmente, lo
marcamos con el signo de la autorreferencia. Incluso algunos de esos impulsos,
miedos, celos o instintos agresivos son códigos prehumanos, que quizá tuvieron
su razón de ser para el mamut o el diplodocus, pero que ya deberían ser o son
obsoletos. Jugaron su papel en la evolución de la especie, pero lo que una vez
sirvió, después puede ser un obstáculo. Esos códigos están en la célula. En el
ser humano se han fortalecido y sofisticado mucho más que en el animal,
apuntalados por el pensamiento. Así, la ira y el miedo son más naturales e
instintivos en el animal, lo mismo que los celos o la angustia, pero en el ser
humano, estimulados por el pensamiento, toman caracteres más enraizados y
diferentes. Hay que transformar el pensamiento y limpiar la célula. Donde hay
angustia, miedo, celos y odio no puede haber paz. Hay que recobrar una mente
sin autodefensas ni heridas ni conductas aprendidas ni reactividades
desproporcionadas y anómalas. Es difícil..., pero no imposible.
Además de los
condicionamientos de la especie, además de esas memorias ancestrales que se
remontan a millones de años, están los condicionamientos de la propia
psicología. Una mente perturbada es el reflejo de una psicología no menos
perturbada. La alteración de la superficie de la mente no es otra cosa que la
punta del iceberg, el reflejo de las corrientes y marcas en lo profundo de la
psiquis. Desde que somos concebidos en el vientre materno, comenzamos a
recibir experiencias. Desde que nacemos, somos la diana de influencias,
vivencias, puntos de vista, adoctrinamientos y un largo sin fin de
frustraciones, contradicciones, traumas, represiones e inhibiciones, además de
todo tipo de experiencias, muchas de ellas dolorosas. Todo ello acumulándose a
la vez que el ego se va recreando en una densa e inextricable burocracia,
mediante la identificación con el cuerpo, la imagen, la personalidad, los puntos
de vista, los logros, las metas y tantas otras vigas que mantienen un ego
simiesco robusto, compulsivo, coleccionista, ladino y asfixiante. Lo que los
psicólogos occidentales han venido en llamar inconsciente, lo conocían hace
cinco mil años los yoguis, como quiera que lo llamaran. En el trasfondo de la
mente, en la trastienda de la psique, se han ido acumulando toda clase de
vivencias, experiencias, traumas. Un inmenso material que de poder alinearse
daría varias veces la vuelta al mundo. Y todo ello caótico, desordenado, incoherente
y confuso. Hay graves contradicciones profundas, conflictos inconscientes,
luchas de tendencias y de intereses, caos. Es como una biblioteca con millones
de ejemplares y manuscritos desordenados, polvorientos, inextricables. También
están los patrones de conducta que se caen de viejos, los hábitos carcelarios
de la mente, los resquemores aprendidos, una larga serie de reactividades sobre
reactividades y todas esas creaciones que provoca la propia mente y que son un
juego de luces y sombras. Y cada uno de nosotros, más allá de lo que
sospechamos, estamos movidos por los hilos de todo este material ciego e
incongruente que nos piensa, nos vive, nos impulsa y nos controla. ¡Y creemos
que somos libres! Todo ese fango empaña la mente; todas esas corrientes
internas provocan ese enojoso charloteo mental que no cesa en la superficie de
la mente, pero cuyas raíces están muy hondas; todo ese núcleo caótico nos hace
extraordinariamente mecánicos. La mente está herida; el cerebro se
deteriora. Una mente tan
estigmatizada y condicionada, no es una mente creativa, bella, fresca, ni
inteligente en el verdadero sentido de la palabra. Es una mente repetitiva
hasta el hastío, operando siempre en su mismo surco de conciencia, comiéndose y
recomiéndose a sí misma, desertizándose. Hay otra historia, que tiene como
protagonista a un perro.
Un perro va
husmeando por la calle y se encuentra un hueso totalmente seco, de hace
semanas, sin ninguna sustancia. Comienza a roerlo y roerlo, se hace una herida
en las encías y se deleita con su propia sangre, creyendo que le está sacando
toda la sustancia al hueso.
Así es la mente que se
reengolfa en sus condicionamientos, repetitividades y un circuito cerrado
siempre con las mismas memorias, expectativas y todo el rumiar fatigante al
que la mente común es adicta. Así utilizamos una energía preciosa y un órgano
que puede ser de gran ayuda en la evolución interior. La mente que origina sus
propias creaciones se las cree; nos identificamos con todos los procesos
psicomentales y el espectador se torna espectáculo. Ya no hay observador, ni
testigo, ni paz, ni armonía. Como hoja a merced del viento, estamos a merced
de las corrientes subterráneas de la psiquis que modifican caprichosamente la
sustancia mental. Los pensamientos desordenados, las ideaciones innecesarias
nos abordan, nos toman, nos embotan, nos esclavizan. Vivimos en una mente muy
ruidosa, pero hay una mente pura, silente, perceptiva y apacible que se puede
recobrar. No se obtiene gratuitamente; la hemos perdido hace mucho. Hay que
ganarla. No sobreviene por el solo hecho de desearla; hay que poner los medios
para recuperarla. Podemos tener un buen comienzo si empezamos a adiestrarnos
en mantenernos en la energía del observador, sin dejarnos desbordar tanto por
la corriente centrífuga de los pensamientos. El espectador deja de ser
zarandeo por el espectáculo. La energía del observador mira los cambios de la
mente. Comienza a haber alguna independencia con respecto a la mecanicidad
mental. Esa película imparable de la mente ruidosa es una interferencia entre
el que ve y lo visto; es una franja de autoengaño, ilusión e interpretación. Si
se activa la energía del observador, ésta es como una luz que hace una fisura
de claridad en la niebla de la mente. La visión se aclara; la mente comienza a
percibir aquí-ahora, sin tanto griterío inútil y molesto. Una mente perceptiva
aprende, madura, crece. Una mente en su mecanicidad, se deteriora, degrada,
pierde vitalidad. La percepción clara y atenta renueva la mente, mejora la
calidad de conciencia y nos relaciona en plenitud con los seres vivos y la naturaleza.
Sólo la perceptividad plena evita esa franja perturbadora y distorsionante de
luces y sombras que se interpone entre el que observa y lo observado. En la
mente caótica no se revela la claridad, ni mucho menos cualquier experiencia
real de ser.
La mente ha ido construyendo
autodefensas, parapetos; se ha atrincherado. Ha construido su propia cárcel;
más aún: ella misma es la cárcel. Complaciéndose neuróticamente en su propio
egocentrismo sin límite, en su paranoica autoimportancia, una mente tal se
contrae, se enrarece, se petrifica. Entonces conecta, por así decirlo, con
longitudes de onda lerdas, insensitivas, egocéntricas, torpes, mezquinas. Pero
si estamos más abiertos y fluidos, si hacemos la mente más expansiva, conecta
con longitudes de onda inocentes, creativas, amorosas. De algún modo todavía se
está a tiempo y es posible modificar la mente. Es un gran enigma, pero podemos
llegar a desvelarlo; es un gran interrogante, pero podemos hallar respuesta;
es como un tigre, pero podemos llegar a cabalgarlo.
Los yoguis dicen: «Tu mente es
la senda hacia el infierno o hacia el paraíso». La mente es una gran jaqueca.
En tanto no recobramos la mente silente y pura, ésta vive a la sombra del
pasado que anega el presente y condiciona el futuro. Se resiste al momento y
añora momentos anteriores o se ilusiona con momentos posteriores, impidiendo
así su madurez de momento en momento. Siempre está enraizada en el proyecto, en
el afán de logros, sin darse cuenta de que el mayor logro es estar abierto en
todo instante, pues no hay otra cosa. Se obsesiona por el logro, por la meta, y
deja de apreciar el camino, el proceso. Es el voraz ego infantil perpetuándose
en el adulto. Cuando conquista el logro se sacia, se hastía y se propone otro
logro; cuando no alcanza el logro se siente frustrada, lastimada, deprimida.
Ha entrado en una dinámica peligrosa. Tanto quiere disfrutar, que no disfruta;
tanto teme sufrir, que sufre más; tanta demanda de seguridad exige que cada
día está más insegura. La mente egocéntrica puede divertirse, seguir coleccionando
compulsivamente, roer el hueso sin sustancia, pero desde luego no puede ser
feliz, ni plena, ni vital, ni mucho menos creativa.
La mente tiene sus rarezas.
Todos lo sabemos por experiencia. Ata o libera. Es una hábil ilusionista y nos
hace creer en sus propios juegos de ilusión. Por lo mismo que es proclive a
unas cosas podría serlo a otras (si el programa fuera diferente); por lo mismo
que algo le atrae, podría repelerle; por lo mismo que daría la vida, podría
sentirse indiferente. Es muy hábil, juega al escondite con gran sagacidad; le
gusta ser la gran desconocida. Pero uno puede conocerla en su juego e incluso llegar
a atraparla y someterla. Tener mente es una fortuna, pero también puede
convertirse en un infortunio. ¿De qué depende? De aquello que hagamos con la
mente. Los textos sagrados de la India dicen: «Así como pienses, así serás».
También dicen que todo pensamiento tiende a convertirse en un acto. El
pensamiento ordenado tiene mucho poder; el pensamiento desordenado es el gran
ladrón de la felicidad y un artefacto muy peligroso para uno mismo y para los
demás. Hay que aprender a pensar y a dejar de pensar. No pensar es todavía
mucho más poderoso que el pensamiento ordenado. Cuando haya que pensar, se
piensa; cuando no es así, se percibe desde la atención pura y la ecuanimidad.
Buda decía:
«El pasado es un sueño; el
futuro, un espejismo; el presente, una nube que pasa».
Pero sólo el presente es
perceptible y desde el presente hacemos nuestro crecimiento interior. Hay que
conocer la mente aquí-ahora; afrontar y atestiguar ese flujo constante de
pensamientos, ese río de ideas. El pensamiento es poderoso, sí, pero lo que
está antes del pensamiento, en su raíz, es una energía aún más poderosa.
El ser humano actual, sobre
todo en los países industrializados, cuida mucho su cuerpo. Y está bien. Hay
que proporcionarle un buen alimento, higiene, el descanso adecuado y algún
ejercicio. Pero cuida poco o nada su mente, aunque la mente sea como una bomba
de relojería que llevamos encima. Si nos diéramos cuenta de la importancia de
la mente y de cuan frágil es ésta en tanto no madura, le prestaríamos mayor
atención y cuidados. Es la mente la que se equivoca, la que odia o teme, la que
se deprime o angustia, la que hiere o mata. Hay que observarla y llegar a
conocerla. A menudo desvaría. Hoy ama lo que mañana la deja indiferente, o lo
que hoy le resulta amable mañana le parece grotesco. Es como una prostituta:
está en todas partes y en ninguna. Decimos que es un misterio porque no la
conocemos y nos sorprende con sus veleidades. Está con una persona y añora a
otra; dispone de lo que ansiaba y se aburre; debería ser feliz y se siente
insatisfecha; cuando más necesitamos que esté brillante, más torpe está; está
en una ciudad y querría estar en otra. En la India se dice que es como una boa
que no deja de comer y ni siquiera saborea o disfruta lo que come. Decimos que
es Un misterio porque campa por sus fueros, está llena de ambivalencias y
dualidades, se engancha con lo trivial e ignora lo esencial; confunde sus
prioridades y se recrea en toda suerte de enfoques incorrectos. Crea sus
propios dramas y comedias; ha tejido una impresionante red de autoengaños,
escapismos y enmascaramientos. Es una gran inventora de necedades (sólo
algunas veces de corduras o genialidades) y, desde luego, es la mayor mentirosa
de este mundo. Y sin embargo..., sin embargo, es una joya preciosa. Pero hay
que ganar la mente sin heridas.
Hemos puesto en marcha la
rueda frenética de la mente y ahora es difícil pararla. La mente ha tomado su
propia dinámica alienada. Es como un caballo de carreras: puede destriparse.
Corre de aquí para allá, salta mediante la pértiga del pensamiento en el tiempo
y en el espacio. No para, no se aquieta, no se amansa. Por algo se dice que es
como un mono ebrio y loco. Gira. Sufre toda suerte de variaciones: miedo,
cólera, alegría, desdicha, tolerancia, intransigencia... Mira tu propia mente
y estarás mirando una peonza muy especial. ¡Qué deterioro! ¡Qué innecesario
desgaste de energía! Si cesa todo ese griterío, aparece un nuevo modo de
ser-percibir sentir-sentirse. Sólo cuando la película finaliza, el espectador
ve la pantalla.
La identificación con los
procesos psicomentales nos zarandea psicológicamente, nos somete a toda suerte
de variaciones anímicas, nos perturba. No hemos aprendido a manejarnos con
nuestros pensamientos neuróticos; no hemos aprendido a proceder sagazmente con
nuestros contenidos mentales. Nos creemos todo lo que pasa por la mente y
estamos perdidos. La mente con sus pensamientos mecánicos colorea nuestro
ánimo. Pero si aprendemos a estar más en la fuente del pensamiento, a no
identificarnos tanto con los procesos psicomentales, podremos verlos y
seleccionar aquellos que nos parezcan oportunos, dejando, arreactivamente,
pasar los otros como nubes que van y vienen por el cielo de la mente. No
cargaremos emocionalmente los pensamientos, los desnudaremos de toda reactividad,
los tomaremos como un proceso más, a veces molesto, pero un proceso no tan
autorreferencial. Los pensamientos dejarán así de torturarnos. No añadiremos
tensión a la tensión, malestar al malestar. Si cuando uno está obsesionado se
obsesiona por no estarlo, ya hay dos obsesiones; si uno tiene miedo a su miedo,
ya hay dos miedos. Nuestras resistencias neuróticas alimentan más neurosis.
Hay que aprender a bregar con la mente. No es fácil, pero es posible. Por otro
lado, del mismo modo que nuestra mente un día se desvió y tomó el camino de la
inseguridad, la negatividad y los pensamientos poco provechosos, puede tomar
el camino de las actitudes hermosas y los pensamientos benéficos. Como decía un
yogui, si cuesta lo mismo pensar positiva que negativamente, ¿por qué no
hacerlo positivamente?
Hay un fenómeno en la mente
que debemos escudriñar y descubrir de manera directa, mediante nuestra propia
verificación. Voy a explicártelo. Al fin y al cabo estamos hablando de tu
mente. La mente está agitada en su superficie: así es a menudo. Ese charloteo
que no cesa, ese griterío mental que nos perturba y que es una interferencia
en cada momento presente, una resistencia a percibir
cada instante, una alucinación
que se interpone entre el experimentador y lo experimentado. ¿Por qué ese
tumulto en la mente, por qué ese oleaje que se nos impone a nuestro pesar, por
qué esos torbellinos que nos arrastran? No sé si te lo has preguntado. Llevas
padeciendo ese estado mental muchos años, pero no sé si te lo has preguntado.
Esa mente de superficie responde a lo que hay en lo más hondo de la mente, en
los profundos estratos de nuestra psiquis. Las alteraciones de la superficie
son el reflejo de la desintegración interior. Las comentes inconscientes generan
esa agitación en la superficie. No sólo es necesario trabajar para evitar la
agitación de la superficie, sino que lo importante es resolver el caos en lo
profundo. ¿Cómo resolverlo? Con el trabajo interior, es decir, con un riguroso
trabajo de mejoramiento, purificación, transformación interna que nos permita
ganar terreno al inconsciente, iluminar los lados oscuros de la mente, activar
energías aletargadas, acrecentar la conciencia y desarrollar una visión
profunda, esclarecida y cabal. Hay que ir conquistando esa cualidad de
cualidades que es la ecuanimidad, con su energía purificadora de alta
precisión, claridad y cordura. De otro modo, la mente es un circuito imparable
y cerrado de reactividades que cada día va deteriorando más el inconsciente. Atiende
al proceso. Todo el trasfondo de la mente (represiones, impulsos, códigos,
conflictos, contradicciones y el largo etcétera de acumulaciones y
condicionamientos) se manifiesta en la superficie como esos imparables
torbellinos mentales que son las ideas que no cesan, que nos abordan en
cualquier momento y circunstancia, que nos hostigan. Pero si cuando todo ello
se presenta, nos identificamos y nos coloreamos emocionalmente, es decir
reaccionamos, entonces es como reclavar un clavo y meterlo hasta lo más
profundo, o sea re-fijamos las impresiones de nuevo en el inconsciente, generando
impulsos sobre los impulsos, en lugar de drenar y dejar que la herida supure
hasta que se limpie por completo. Los yoguis de la India investigaron por su
propia verificación muy minuciosamente este proceso. Descubrieron a través de
las prácticas meditativas que en lo más profundo de la psiquis están las
latencias subliminales, residuos, huellas o impregnaciones, impulsos, códigos
inconscientes. Todo ese material por debajo del nivel de la conciencia, pero
muy activo, aunque incoherente, desordenado y ciego, está movilizándose y
creando todo tipo de tendencias, proclividades, inclinaciones. A las
impregnaciones inconscientes las llamaron samskaras, y a las tendencias que
provocan, vasanas. Como los samskaras son inconscientes, engendran tendencias
mecánicas. Las nueve partes ocultas del iceberg psíquico están zarandeando la
parte al descubierto. Los condicionamientos nos roban la libertad interna. Actúan
por nosotros, nos dirigen y nos convierten en autómatas. Como quiera que
estamos constantemente reaccionando, creamos más huellas o impregnaciones, más
samskaras, que a su vez generaran más tendencias o vasanas. Entramos así en un
surco repetitivo de conciencia que puede prolongarse y perpetuarse por toda la
vida. Se requiere una estrategia y un método para quebrar el circuito y
emerger a otro modo de sentir, percibir, vivir. Así descubrieron los yoguis que
el enemigo más implacable está en nuestro interior. La cuestión es: resignarnos
a nuestra propia rnecanicidad y necedad o cambiar. Para modificarnos es
necesario poner unos medios hábiles, estimular la motivación al máximo,
realizar un esfuerzo y no desfallecer. Aunque no es fácil, siempre es mejor que
seguir realizando componendas, poniendo parches, seguir anclados en nuestro
ego infantil y soportar todos los síntomas desagradables de la inmadurez.
Tal como ahora se encuentra,
la mente está enferma. No es una exageración. Es una mente herida, habituada,
desgastada y sometida a sus propias limitaciones y paranoias. Por eso hablo de
recobrar la mente, de recuperar su estado original de salud total, entendimiento
correcto y cordura. En todo ser humano puede ser restablecido o hallado o
rescatado ese elemento de cordura. Hay un adagio, también indio: «Aun en la
nube más macilenta hay una veta de claridad». Mediante el método adecuado es
posible alertar la mente, amplificar la conciencia ganando terreno al
inconsciente, aproximarse al propio ángulo de quietud interior y reencontrar
la inteligencia primordial. Esa inteligencia primordial o básica nada tiene
que ver con la información, los conocimientos, la técnica o el intelecto. Es un
modo muy claro, preciso y atinado de «ver». La visión clara y cabal proporciona
una comprensión igualmente clara y cabal. «Ver y comprender» disuelve todos
los autoengaños, falacias, mezquindades y la mecanicidad. La lucidez mental es
un don extraordinario. De la lucidez surge ulterior lucidez y, por supuesto,
verdadero amor y compasión.
El trabajo interior o sobre
nosotros mismos para recobrar la mente pura debe consistir en pretender
«desembobinar» la bobina de autoengaños reactivos, acrecentar la conciencia
para obtener un nuevo modo de ver y comprender, suprimir las modificaciones de
la mente pata poder captar la energía o proceso de detrás de la mente,
desalojar los pensamientos y emociones negativos mediante el cultivo de los
positivos, ejercitar metódicamente la atención mental pura, mejorar la relación
con nosotros mismos y con los demás, desenraizar los venenos de la mente y
conquistar la clara energía de la ecuanimidad.
Aquietarse, detenerse,
remansarse, estar, ser: es un medio para reconectar con nuestro propio ángulo
de quietud y empezar a transformarse. Cuando las modificaciones de la mente
van cediendo y nos vamos desprendiendo de la fuerza centrífuga del pensamiento
y cortando con todo lo exterior, vamos sumergiéndonos en lo más profundo de
nosotros, atravesamos el núcleo caótico y confuso, dejamos de lado
temporalmente el fardo psicológico, atemperamos los códigos de la especie, y en
un gradual y saludable vaciamiento vamos estableciéndonos en nuestra naturaleza
más genuina, en un estado de paz y dicha. Este arte de la detención se ejercita
y se aprende. La quietud se torna el ojo de buey hacia otro modo de vivenciar y
ser. Cualquiera puede aprender.
Las ideaciones descontroladas
de la mente, todo ese parloteo al que estamos tan acostumbrados, pero que tanta
pesadumbre sigue causándonos, es un velo que perturba la visión hacia afuera y
hacia adentro; es decir, que deforma, desvirtúa o impide la visión de lo
exterior, y frustra la visión interna. Es una alucinación que se superpone a
aquello que vemos. Idea, pero no percibe; interpreta, compara, mide, juzga,
pero no capta. Deforma nuestra apreciación de los hechos externos y, asimismo,
frustra la captación de nuestra realidad más íntima. Como la mente se ha hecho
una adicta recalcitrante a tales ideaciones mecánicas, se requiere un
ejercitamiento muy serio para ir cambiando el signo de la mente y sus
tendencias de agitación. Igual que cuando cesa el estruendo sobreviene un perfecto
y reconfortante silencio, cuando amainan esas ideaciones, sobreviene paz
profunda y dicha. Ese silencio interior es purificador, transformador y fuente
de salud psicosomática total. Y repito: cualquiera puede aprender.
La mente siempre está hacia
afuera, saltando con el vehículo del pensamiento en el tiempo y en el espacio.
Hay un desgaste continuo, que seguramente deteriora también el cerebro, lo
envejece prematuramente, lo fatiga en exceso. Pero la mente, con práctica,
puede retrotraerse, volverse hacia adentro y permanecer en su propia fuente de
quietud.
Es el Lancelot de Steimber
quien declara: «No hay nada que pague un instante de paz». Sin paz interior,
ni siquiera el disfrute es disfrute. Sin paz interior, aun teniéndolo todo,
¿qué tenemos? Nuestra mente, como decía Muktananda, ha estado practicando el
«yoga del dolor». Nos lamentamos de las condiciones en que está nuestra mente,
pero ¿hemos hecho algo provechoso por ella? Hay una sensación displacentera y
difusa que se llama ansiedad. ¿Quién no la conoce? He escrito un libro* sobre
el tema anteriormente, porque todos estamos en niveles muy altos de ansiedad.
No hablaré ahora de la angustia existencial, ni de la angustia inherente a la
vida o biológica o celular, ni de la angustia que nos viene dada por factores
angiógenos del mundo exterior, porque ya lo hice en mi otra obra, pero quiero
volver sobre la angustia o ansiedad que nace en nuestro interior, es decir que
tiene unas causas o factores psicológicos. La mente tiene mucho que ver con
ello. El gran misterio de la mente humana.
Nuestras deficiencias
psicológicas, nuestras carencias afectivas, nuestras contradicciones y
conflictos, nuestro desorden interno, en suma, originan gran ansiedad. Porque
no nos sentimos completos en nosotros mismos, porque no hay armonía interior,
porque no hemos resuelto nuestros problemas internos, experimentamos una gran
insatisfacción. Esta mente, con su habitual descontrol, incrementa aún más la
insatisfacción, y ésta se torna su signo. Necesita carnaza, no cesa de enredar,
es voraz hasta lo inimaginable. Con sus enfoques incorrectos, pone la felicidad
allí donde no existe y, por tanto, no puede hallarla. Más insatisfecha cada
vez, más enredada, persigue, codicia, se desenfrena. Es como lo que los
budistas tibetanos llaman un preta, un fantasma hambriento que jamás puede
saciarse. Esta insatisfacción provoca dolor. Viene dada por el «agujero»
interior que quiere llenarse, completarse, pero que no encuentra la forma
correcta ni adecuada de hacerlo, con lo que la oquedad se hace mayor. La mente
sufre y crea sufrimiento. Se tortura y tortura. En su desorientación recurre a
toda clase de subterfugios, escapismos, composturas, amortiguadores,
resistencias y enmascaramientos. Jugar consigo misma al escondite sólo añade
mayor ofuscación e insatisfacción. Se enreda en memorias, en expectativas
inciertas de futuro, en diversas representaciones mentales; se propone metas y
logros, no puede parar aun a riesgo de explotar, no puede remansarse. Cada vez
que un hecho o circunstancia le desagrada, recurre a sus mecanismos neuróticos
de defensa o se retira al ámbito de sus autoengaños y subterfugios. Así no puede
madurar. Hay un viejo dicho psicoanalítico: «Lo que se echa por la ventana
entra por la puerta y viceversa». Sólo mediante la «completud» interior es
posible superar toda insatisfacción, incertidumbre y sufrimiento inútil. Pero
nuestra mente se apega incluso al sufrimiento. Prefiere sufrir mientras ello
le permita seguir enredando, alimentando neurosis, incrementando sus paranoias.
Y la mente y el ego viajan codo con codo, se sustentan recíprocamente.
Hay otros misterios a
propósito de la mente. ¿Por qué es tan contraída, egocéntrica,
autorreferencial? Porque hay miedo, temor, angustia. La mente va creando
barreras, empalizadas, fosos, atrincheramientos, autodefensas de todo tipo.
Está haciendo un pésimo negocio, porque todas esas autodefensas, que no son tales,
la hacen una cárcel y recrean una enrarecida atmósfera de reafirmaciones
narcisistas, autoimportancia y egocentrismo desmedido. El resultado es más
temor, más insatisfacción, más oquedad interior. No es contrayéndose como uno
está más seguro, sino en la apertura y expansión. La contracción es signo de
debilidad, vulnerabilidad y neurosis; en tanto que la apertura y la
disponibilidad lo es de salud mental y seguridad. Pero la mente ha entrado en
sus surcos de alienación y tiene que desplazar su petrificado eje para que
pueda obtener una nueva visión.
La mente celebra sus propios
dramas. Los pensamientos son los actores. Los propósitos intelectuales a menudo
se quedan en meros propósitos y son papel mojado. El ir y venir del
pensamiento nos hace creer que tomamos soluciones y resoluciones, pero seguimos
en el mismo lugar: al borde del precipicio. Somos como aquel que sube y baja
por la misma orilla del río y no termina de decidirse a cruzar a la opuesta.
Seguimos royendo el hueso sin sustancia. La comprensión intelectual es
insuficiente, porque no suele ser comprensión real. Sólo la comprensión real
modifica. Si no hay subsiguiente modificación, es que no era tal comprensión.
Era sólo ese caótico juego del pensamiento que termina por herrumbrar el ánimo
y arruinar el cerebro.
... Y vuelta a empezar, cuando
a lo mejor el secreto está en parar. Pero la agitación tiende a expresarse con
agitación y el círculo se cierra y se retroalimenta. La meditación es cortar el
círculo, suspender el repetitivo circuito, abrir una puerta hacia otro lado.
El célebre «conócete a ti mismo» debe pasar a no dudar por el «conoce tu
mente». La mente, haciendo un juego de palabras, puede ser y a menudo es
mentira, pero también puede ser la vía hacia la verdad, la ruta hacia la
última realidad. Si como dice el adagio tántrico: «el mismo suelo que nos hace
caer nos ayuda a levantarnos», podríamos decir: «la misma mente que vela y
confunde, tiene la capacidad de desvelar y esclarecer». Cambia las bisagras de
la puerta y ésta abrirá en otro sentido. Cambia tu mente y te habrás cambiado
a ti mismo. Para ello comencemos por mirar la mente con atención, con
ecuanimidad, con paciencia.
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