Él arte de la observación
Un discípulo se dirigió al
maestro y le dijo:
—Maestro, te ruego me ofrezcas
instrucción para aproximarme a la Verdad. Tal vez tú dispongas de alguna
enseñanza secreta.
—El gran secreto —repuso el
maestro— está en la observación. Nada se escapa a una mente observante. Ella
misma se convierte en la enseñanza.
—¿Qué me aconsejas hacer?
—preguntó el discípulo.
—Observa. Siéntate en la
playa, a la orilla del mar, y observa cómo el sol se refleja en sus aguas.
Permanece atento observando tanto tiempo como te sea necesario, tanto tiempo
como te exija la apertura de tu comprensión.
Durante días el discípulo se
mantuvo en completa observación. Observó el sol reflejándose en las aguas
tranquilas y sobre las aguas encrespadas, sobre el mar en calma y sobre el mar
en tempestad, sobre las olas apenas visibles y sobre las olas descomunales.
Observó y, finalmente, se abrió su comprensión.
Agradecido, el discípulo
regresó hasta el maestro, que le dijo al verle:
—Te estaba esperando. ¿Has
comprendido a través de la observación?
—Sí —dijo el discípulo lleno
de agradecimiento—. Llevaba años efectuando ritos, asistiendo a ceremonias
sagradas, leyendo las escrituras, pero no había comprendido. Unos días de
observación me han hecho comprender. El sol es nuestro ser interior o naturaleza
real, siempre brillando, autoluminoso, inafectado. Las aguas no le mojan y las
olas no le alcanzan; es ajeno a la calma y a la tempestad aparentes. Siempre
permanece en sí mismo.
—Esa es la enseñanza sublime
—dijo el maestro—, la enseñanza que se desprende del arte de la observación.
El perro aterrado
Nuestra mente ofuscada es
fábrica de confusión. Nos obliga a vivir a través de nuestras proyecciones y no
de la realidad. La siguiente historia del perro aterrado es muy significativa
para comprender hasta qué punto a nuestra mente le sucede lo mismo que al
animal de este relato.
En una ocasión un perro entró
en un palacio cuyas paredes estaban cubiertas de espejos. El perro entró
corriendo y en ese momento vio que numerosos perros corrían hacia él en
dirección contraria a la suya. Aterrado, se volvió hacia la derecha para tratar
de huir, pero entonces comprobó que numerosos perros estaban también en esa
dirección. Se volvió hacia la izquierda y comenzó a ladrar despavorido.
Decenas de perros, por la izquierda, le ladraban amenazantes. El perro sintió
que no tenía escapatoria posible. Estaba rodeado de perros enemigos. Miró en
todas las direcciones, y en todas ellas contemplaba innumerables perros que no
dejaban de ladrarle. En ese momento el terror paralizó su corazón y el perro
murió. Su falsa percepción y su carencia de correcto discernimiento le habían
provocado la muerte.
La llave de la felicidad
El Divino quería sentirse
acompañado y creó unos seres para que le hicieran compañía. Pero estos seres
encontraron la llave de la felicidad, el camino hacia el Divino y se
absorbieron en Él. El Divino convocó a los dioses y les expuso la cuestión:
«Voy a crear al hombre, pero quiero esconder la llave de la felicidad en algún
lugar donde no se le ocurra buscarla. ¿Dónde os parece?». Uno de los dioses
dijo: «En el fondo del mar». Otro de ellos: «En una gruta en los Himalayas». Un
tercero: «En algún remotísimo lugar del espacio». Aquella noche el Divino
reflexionó y comprendió que el hombre terminaría buscando en los océanos, los
Himalayas y otras galaxias a través de los agujeros negros. No, en ninguno de
esos lugares estaría segura la llave de la felicidad. El hombre la hallaría y
Él volvería a quedarse solo. Pero entonces se le ocurrió el único lugar donde
jamás el hombre buscaría la llave de la felicidad: dentro del mismo hombre. Y
allí la colocó.
El yogui ladino
Ésta es la historia de un
yogui que había desarrollado grandes poderes psíquicos, aunque no había
obtenido la conquista de su propio ego. La siguiente historia muestra hasta
qué punto el ego se nos impone cuando no aprendemos a debilitarlo.
Después de una larga vida
entregado al autodominio, también llegó la hora para el yogui de esta historia.
Yama, el Señor de la Muerte, envió a uno de sus emisarios a atrapar al yogui,
pero éste intuyó con su poder clarividente la llegada del emisario de la muerte
y, experto en el arte de la ubicuidad, creó treinta y nueve formas semejantes a
la suya. Así, el emisario de la muerte contempló cuarenta yoguis iguales y no
pudo saber cuál era la forma verdadera, y por tanto cuál era la que debía
atrapar. Fracasado, regresó junto a Yama y le contó lo sucedido. Entonces Yama
le habló al oído y le dio unas instrucciones bien precisas. El emisario partió
hacia donde estaba el yogui. Cuando llegó, se encontró con el mismo truco del
ladino hacedor de proezas. Había cuarenta imágenes iguales. El emisario,
siguiendo instrucciones de Yama, comentó: «Muy bien, pero que muy bien, ¡una
gran proeza!». Y tras una breve pausa, agregó: «Pero hay un pequeño fallo».
Entonces el yogui, herido en su orgullo, replicó: «¿Cuál?». Y el emisario de la
muerte pudo atrapar la forma verdadera y conducir al yogui al reino de la
muerte.
Pleito a la luz
La oscuridad pensó que la luz
cada día le estaba robando más terreno y entonces decidió ponerle un pleito.
Así lo hizo y llegó el día marcado para celebrarse el juicio. La luz llegó a la
sala del juicio antes de que lo hiciera la oscuridad. Allí estaba el juez y los
respectivos abogados. Esperaron y esperaron. La oscuridad permanecía fuera de
la sala, pero no se atrevió a entrar. Simplemente no podía. Así que pasado un
tiempo, el juez falló a favor de la luz.
La luz es la conciencia y la
sabiduría. La oscuridad es la inconsciencia y la ignorancia. Estas últimas
sólo son la ausencia de aquéllas. No tienen luz propia. Si se desarrolla la conciencia,
¿cómo puede compartir el mismo lugar la inconsciencia? No es posible, así como
la oscuridad no pudo entrar donde estaba la luz.
La paloma y la rosa
En un pequeño y hermoso templo
de la India se coló una paloma. Todas las paredes estaban adornadas con espejos
y en ellos se reflejaba la imagen de una rosa que había en el centro del
templo, en el santuario. La paloma, tomando las imágenes por la rosa, se abalanzó
sobre una y otra, chocando tan violentamente contra las paredes que terminó
por reventar y morir. Entonces su cuerpo, finalmente, cayó sobre la rosa.
El ser humano, por ignorancia
e ilusión, se comporta a menudo como la paloma. Toma por real lo que no lo es,
por esencial lo que es trivial. Persigue los espejismos que le hacen morir
espiritualmente, busca la rosa de la felicidad en los reflejos, fuera de sí
mismo, pero no en la propia interioridad.
El pez pregunta a la tortuga
Aunque debido a nuestros
autoengaños se nos oculta la real naturaleza interior, debería sernos tan
evidente como el agua para el pez de la siguiente historia.
Un pez se deslizaba por el
agua. De repente sacó la cabeza y vio una tortuga en la playa a la que
preguntó:
—Tortuga, ¿qué es el agua? Y
la tortuga repuso:
—Has nacido en el agua, en el
agua estás viviendo y en el agua morirás. Fuera de ti hay agua; dentro de ti
hay agua. Te alimentas de lo que encuentras en el agua. ¡Pez necio, me
preguntas a mí qué es el agua!
El hombre ecuánime
Esta es la significativa
historia del hombre ecuánime. Era dueño de un caballo, pero cierto día por la
mañana se despertó, fue al establo y comprobó que el caballo había
desaparecido. Entonces vinieron los vecinos a condolerse y decirle:
—¡Qué mala suerte has tenido!
Sólo tenías un caballo y se ha marchado.
Y el hombre dijo:
—Sí, sí, así es, así es.
Pasaron unos días y una mañana
el buen hombre se encontró con que en la puerta de su casa no solamente estaba
su caballo, sino que había traído otro. Vinieron los vecinos y le dijeron:
—¡Qué buena suerte la tuya!
Ahora eres dueño de dos caballos.
El hombre repuso:
— Sí, sí, así es.
Ahora, al disponer de dos
caballos, el hombre podía salir a montar a caballo en compañía de su hijo. Pero
un día, el hijo se cayó del caballo y se fracturó una pierna. Vinieron los
vecinos y le dijeron:
— ¡Mala suerte, muy mala
suerte! Si no hubiera venido ese segundo caballo...
El hombre, tranquilamente,
dijo:
—Sí, así es.
Pasó una semana y estalló la
guerra. Todos los jóvenes fueron movilizados, menos el hijo herido al caer del
caballo. Y vinieron de nuevo los vecinos a verle y le dijeron:
— ¡Tú sí que tienes buena
suerte! Tu hijo se ha librado de la guerra.
—Sí, sí, así es —repuso
serenamente.
¡No, mi hijo está conmigo!
Un hombre tenía un hijo. Por
determinados motivos se vio obligado a viajar y tuvo que dejar a su hijo en la
casa. Unos bandoleros aprovecharon la ausencia del padre para entrar en la
casa, robar, destrozarlo todo y llevarse al joven con ellos. Después
incendiaron la casa. Al poco tiempo volvió el padre y se encontró la casa quemada.
Buscó entre los restos y encontró unos huesos, que creyó que eran los de su
hijo quemado. Introdujo los huesos en un saquito que ató a su cuello. Llevaba
el saquito de huesos junto al pecho. Jamás se separaba del saquito, al que
abrazaba con entrañable afecto, convencido de que aquéllos eran los restos del
muchacho. Pero el hijo consiguió huir de los bandoleros y llegó hasta la puerta
de la casa en la que viviera ahora su padre. Llamó a la puerta. El padre,
abrazado a su saquito de huesos, preguntó:
—¿Quién es?
—Soy tu hijo— repuso el
muchacho.
—No, no puedes ser mi hijo,
vete. Mi hijo ha muerto.
No, padre, soy tu hijo.
Conseguí escapar de los bandoleros. El padre aprisionó aún más el saquito de
huesos contra sí.
—He dicho que te vayas, ¿me
oyes? Mi hijo está conmigo.
—Padre, escúchame, soy yo.
Pero el hombre seguía replicando:
—¡Vete, vete! Mi hijo murió y
está conmigo. Y no dejaba de abrazar el saquito de huesos. En su apego por lo
irreal e ilusorio el ser humano procede como ese padre y se niega a ver la
Realidad.
El hombre que se disfrazó de
bailarina
Una gran fiesta se celebraba
en la corte del monarca. Iba a comenzar la danza cuando sucedió que la
bailarina enfermó de gravedad. Nadie quería decir al rey lo que había pasado,
pero tampoco encontraban a otra bailarina para sustituir a la enferma.
Entonces, los colaboradores cercanos al monarca cogieron a uno de los
sirvientes y le pidieron que se vistiese de bailarina y se pintase y adornase
como tal. Así lo hizo el sirviente y, como una bailarina, danzó ante el rey.
La pregunta es: ¿Dejó,
mientras actuaba, de saber que era un hombre y no la mujer de la que se había
disfrazado? No es posible responder, pero el ser humano común es como si el
sirviente se hubiera creído que era una mujer por una total identificación y
una completa carencia de autoconciencia. El ser humano se identifica con el
cuerpo, la mente, el nombre y la forma y pierde la conciencia de su naturaleza
real. Tanto se identifica con la máscara de su ego, con la vestidura de su
personalidad, que se olvida de su auténtico y genuino ser interior.
Los acróbatas
Ésta es la historia de una
niña y un hombre acróbatas. Viajaban por los pueblos de la India exhibiendo sus
habilidades. El hombre sostenía un palo muy largo y la niña trepaba al extremo
superior. Un día, el hombre le dijo a la niña:
—Para evitar que nos ocurra un
accidente, lo mejor será que yo me ocupe de lo que tú estás haciendo y tú de lo
que estoy haciendo yo cuando efectuemos la prueba.
Pero la niña replicó:
—No, eso no es lo acertado. Yo
me ocuparé de mí y tú te ocuparás de ti y así, estando los dos muy atentos a
lo que cada uno de nosotros hace, no nos ocurrirá ningún accidente.
Atentos, conscientes de sí
mismos y vigilantes, así deben estar los buscadores del crecimiento interior y
la madurez interna.
Una insensata búsqueda
Una mujer estaba buscando algo
en el suelo junto a un farol. Pasó por allí un hombre y se paró, curioso, a
observar a la mujer, que afanosamente buscaba y buscaba. Intrigado, después de
un rato, el hombre preguntó:
—Buena mujer, ¿podrías decirme
qué buscas? Y la mujer repuso:
—Busco una aguja que he
perdido en mi casa, pero como allí no hay luz, he venido a buscarla junto al
farol.
Como esa mujer proceden la
mayoría de los seres humanos, buscando la felicidad donde no es posible
hallarla, en lugar de buscar en su propio hogar interno, por oscuro que resulte
al principio.
Un preso muy singular
Este es el caso de un preso
muy singular. Era un hombre que había sido encerrado en un calabozo de un
pueblo. Un ventanuco enrejado daba al exterior. Todos los días el preso se
asomaba al ventanuco y comenzaba a reírse de la gente que veía en la plaza del
pueblo. Extrañado, el guardián le preguntó:
—¿Puedes decirme de qué te
ríes? Y el preso repuso:
—¿Cómo de qué me río? De todos
ésos. ¿No ves que están presos detrás de estas rejas?
El hombre común en su estado
de semidesarrollo se autoengaña como el preso de esta historia, autoarrogándose
una libertad y una armonía de las que carece, e incluso pudiendo subestimar a
aquellos mucho más evolucionados que él mismo.
El recluso
Ésta es una historia muy
antigua. Refiere el caso de un recluso que tenía que ser trasladado de cárcel,
para lo que tenía que atravesar toda la ciudad. Le colocaron un cuenco de
aceite hasta el borde sobre la cabeza y le dijeron:
—Un verdugo con una espada
caminará detrás de ti y en el mismo momento en que derrames una gota de aceite
te rebanará la cabeza.
El recluso emprendió el
camino. Se hallaba en el centro mismo de la ciudad cuando llegó un grupo de
hermosísimas bailarinas. La pregunta es: ¿Logró el recluso diligentemente no
ladear la cabeza y salvarla, o por el contrario, negligentemente, miró a las
hermosas danzarinas y la perdió?
Este relato invita a mantener
en todo momento la autoconciencia, la mente alerta y diligente. Debemos
aprender a estar tan atentos como si la vida nos fuera en ello.
El árbol celestial
Un hombre llevaba muchas horas
viajando a pie y estaba cansado y sudoroso bajo el sol implacable del día.
Extenuado, se echó a descansar bajo un árbol. El suelo estaba duro y pensó qué
agradable sería tener una cama mullida en la que reposar. Era aquél un árbol
celestial que hacía los pensamientos realidad, así que la cama le fue concedida
al exhausto viajero. Acostado en la agradable cama, pensó que sería muy grato
para sus cansadas piernas que una joven le proporcionase un masaje sobre ellas,
y en seguida una mujer estaba aliviando la tensión de sus piernas. Bien
descansado, el hombre sintió hambre y pensó en lo placentero que sería poder
degustar una opípara comida. Surgieron los alimentos y el viajero comió hasta
saciarse. Se sentía feliz. Había reposado, una bella joven le había dado un
masaje, y había llenado el estómago con sabrosos manjares. Su mente comenzó a
divagar. De repente le asaltó un pensamiento: «Mira que si un tigre me atacara
ahora». Apareció un tigre y lo devoró.
Tal es la naturaleza de la
mente común.
Los monos
El discípulo fue hasta el
maestro y le dijo:
—Te ruego que me proporciones
un tema de meditación, ya que voy a retirarme durante varias semanas al bosque
y meditaré muchas horas por día.
El maestro dijo:
—Puedes meditar en todo lo que
quieras. Todos los temas de meditación están ahí para ti, pero lo único que te
pido es que no pienses en monos.
«Eso es muy fácil», se dijo el
discípulo, «puedo pensar en todo menos en monos». Se retiró al bosque.
Al cabo de varias semanas
volvió hasta donde estaba el maestro, quien le preguntó:
—¿Qué tal te ha ido?
Y el discípulo, desalentado,
contestó:
—Trate incansablemente de meditar
en algo que no fuesen monos, pero era en lo único que lograba pensar. Ésa es
la mente indócil y superficial.
El barquero inculto
Un joven muy erudito y
petulante tomó una barca para cruzar un río. De súbito pasó una bandada de aves
y el joven preguntó al barquero:
— ¿Has estudiado la vida de las aves?
—No, señor —repuso el hombre.
—Vaya, has perdido la cuarta
parte de tu vida —dijo el joven. Poco después vieron unas plantas flotando en
las aguas y el joven preguntó:
— ¿Sabes botánica? ¿Has
estudiado la vida de las plantas?
—No, en absoluto, señor.
—Pues has perdido la mitad de
tu vida. Pasado un tiempo, preguntó el joven:
—¿De las aguas? ¿Qué sabes de
las aguas?
—No sé nada, señor.
— ¡Oh, barquero! Sin duda has
perdido las tres cuartas partes de tu vida.
En seguida la barca comenzó a
hacer agua. Entonces fue el barquero el que preguntó:
—Señor, ¿sabes nadar?
—No —repuso el joven.
—Pues me temo, señor, que has
perdido toda tu vida.
El saber libresco y la
erudición sirven de bien poco. No es a través del conocimiento intelectual
como uno recupera la mente original y se transforma interiormente, sino a
través del conocimiento directo y vivencial.
El tigre que bala
Al atacar un rebaño, una
tigresa preñada dio a luz y luego murió. El tigre creció entre las ovejas, y se
comportaba como tal y se tenía a sí mismo por una oveja. Era sumamente
apacible, balaba, pacía e ignoraba por completo su verdadera naturaleza. Pero
un día llegó un tigre hasta el rebaño y lo atacó. Cuál sería su sorpresa al ver
un tigre que se comportaba como una oveja. «Oye —le dijo—, tú eres un tigre.»
Pero el tigre no hizo ningún caso y baló asustado. Entonces el tigre condujo
al tigre oveja ante un lago y le mostró su propia imagen. Pero él seguía
creyéndose una oveja, hasta tal punto que cuando el otro tigre le dio un pedazo
de carne cruda, no quería probarla. Pero por fin se decidió a hacerlo y la
carne cruda desató sus genuinos instintos y reconoció su propia naturaleza.
Como el tigre oveja es el ser
humano común. Su naturaleza original le pasa inadvertida, pues está, por
ignorancia, totalmente identificado con sus actividades psicomentales, su ego y
sus incorrectos enfoques.