martes, 7 de febrero de 2017

NARRACIONES MÍSTICAS DE LA INDIA

Él arte de la observación

Un discípulo se dirigió al maestro y le dijo:
—Maestro, te ruego me ofrezcas instrucción para aproximarme a la Verdad. Tal vez tú dispongas de alguna enseñanza secreta.
—El gran secreto —repuso el maestro— está en la observación. Nada se escapa a una mente observante. Ella misma se convierte en la enseñanza.
—¿Qué me aconsejas hacer? —preguntó el discípulo.
—Observa. Siéntate en la playa, a la orilla del mar, y observa cómo el sol se refleja en sus aguas. Permanece atento observando tanto tiempo como te sea necesario, tanto tiempo como te exija la apertura de tu comprensión.
Durante días el discípulo se mantuvo en completa observación. Observó el sol reflejándose en las aguas tranquilas y sobre las aguas encrespadas, sobre el mar en calma y sobre el mar en tempestad, sobre las olas apenas visibles y sobre las olas descomunales. Observó y, finalmente, se abrió su comprensión.
Agradecido, el discípulo regresó hasta el maestro, que le dijo al verle:
—Te estaba esperando. ¿Has comprendido a través de la obser­vación?
—Sí —dijo el discípulo lleno de agradecimiento—. Llevaba años efectuando ritos, asistiendo a ceremonias sagradas, leyendo las escrituras, pero no había comprendido. Unos días de observación me han hecho comprender. El sol es nuestro ser interior o naturale­za real, siempre brillando, autoluminoso, inafectado. Las aguas no le mojan y las olas no le alcanzan; es ajeno a la calma y a la tempes­tad aparentes. Siempre permanece en sí mismo.
—Esa es la enseñanza sublime —dijo el maestro—, la enseñan­za que se desprende del arte de la observación.

 

El perro aterrado

Nuestra mente ofuscada es fábrica de confusión. Nos obliga a vivir a través de nuestras proyecciones y no de la realidad. La siguiente historia del perro aterrado es muy significativa para comprender hasta qué punto a nuestra mente le sucede lo mismo que al animal de este relato.
En una ocasión un perro entró en un palacio cuyas paredes esta­ban cubiertas de espejos. El perro entró corriendo y en ese momen­to vio que numerosos perros corrían hacia él en dirección contraria a la suya. Aterrado, se volvió hacia la derecha para tratar de huir, pero entonces comprobó que numerosos perros estaban también en esa dirección. Se volvió hacia la izquierda y comenzó a ladrar des­pavorido. Decenas de perros, por la izquierda, le ladraban amena­zantes. El perro sintió que no tenía escapatoria posible. Estaba ro­deado de perros enemigos. Miró en todas las direcciones, y en todas ellas contemplaba innumerables perros que no dejaban de ladrarle. En ese momento el terror paralizó su corazón y el perro murió. Su falsa percepción y su carencia de correcto discernimiento le habían provocado la muerte.

 

La llave de la felicidad

El Divino quería sentirse acompañado y creó unos seres para que le hicieran compañía. Pero estos seres encontraron la llave de la feli­cidad, el camino hacia el Divino y se absorbieron en Él. El Divino convocó a los dioses y les expuso la cuestión: «Voy a crear al hom­bre, pero quiero esconder la llave de la felicidad en algún lugar donde no se le ocurra buscarla. ¿Dónde os parece?». Uno de los dioses dijo: «En el fondo del mar». Otro de ellos: «En una gruta en los Himalayas». Un tercero: «En algún remotísimo lugar del es­pacio». Aquella noche el Divino reflexionó y comprendió que el hombre terminaría buscando en los océanos, los Himalayas y otras galaxias a través de los agujeros negros. No, en ninguno de esos lu­gares estaría segura la llave de la felicidad. El hombre la hallaría y Él volvería a quedarse solo. Pero entonces se le ocurrió el único lu­gar donde jamás el hombre buscaría la llave de la felicidad: dentro del mismo hombre. Y allí la colocó.

 

El yogui ladino

Ésta es la historia de un yogui que había desarrollado grandes po­deres psíquicos, aunque no había obtenido la conquista de su pro­pio ego. La siguiente historia muestra hasta qué punto el ego se nos impone cuando no aprendemos a debilitarlo.
Después de una larga vida entregado al autodominio, también llegó la hora para el yogui de esta historia. Yama, el Señor de la Muerte, envió a uno de sus emisarios a atrapar al yogui, pero éste intuyó con su poder clarividente la llegada del emisario de la muer­te y, experto en el arte de la ubicuidad, creó treinta y nueve formas semejantes a la suya. Así, el emisario de la muerte contempló cua­renta yoguis iguales y no pudo saber cuál era la forma verdadera, y por tanto cuál era la que debía atrapar. Fracasado, regresó junto a Yama y le contó lo sucedido. Entonces Yama le habló al oído y le dio unas instrucciones bien precisas. El emisario partió hacia donde estaba el yogui. Cuando llegó, se encontró con el mismo truco del ladino hacedor de proezas. Había cuarenta imágenes iguales. El emisario, siguiendo instrucciones de Yama, comentó: «Muy bien, pero que muy bien, ¡una gran proeza!». Y tras una bre­ve pausa, agregó: «Pero hay un pequeño fallo». Entonces el yogui, herido en su orgullo, replicó: «¿Cuál?». Y el emisario de la muerte pudo atrapar la forma verdadera y conducir al yogui al reino de la muerte.

 

Pleito a la luz

La oscuridad pensó que la luz cada día le estaba robando más terre­no y entonces decidió ponerle un pleito. Así lo hizo y llegó el día marcado para celebrarse el juicio. La luz llegó a la sala del juicio antes de que lo hiciera la oscuridad. Allí estaba el juez y los respec­tivos abogados. Esperaron y esperaron. La oscuridad permanecía fuera de la sala, pero no se atrevió a entrar. Simplemente no podía. Así que pasado un tiempo, el juez falló a favor de la luz.
La luz es la conciencia y la sabiduría. La oscuridad es la incons­ciencia y la ignorancia. Estas últimas sólo son la ausencia de aqué­llas. No tienen luz propia. Si se desarrolla la conciencia, ¿cómo puede compartir el mismo lugar la inconsciencia? No es posible, así como la oscuridad no pudo entrar donde estaba la luz.

 

La paloma y la rosa

En un pequeño y hermoso templo de la India se coló una paloma. Todas las paredes estaban adornadas con espejos y en ellos se refle­jaba la imagen de una rosa que había en el centro del templo, en el santuario. La paloma, tomando las imágenes por la rosa, se aba­lanzó sobre una y otra, chocando tan violentamente contra las pare­des que terminó por reventar y morir. Entonces su cuerpo, final­mente, cayó sobre la rosa.
El ser humano, por ignorancia e ilusión, se comporta a menudo como la paloma. Toma por real lo que no lo es, por esencial lo que es trivial. Persigue los espejismos que le hacen morir espiritualmente, busca la rosa de la felicidad en los reflejos, fuera de sí mismo, pero no en la propia interioridad.

 

El pez pregunta a la tortuga

Aunque debido a nuestros autoengaños se nos oculta la real natura­leza interior, debería sernos tan evidente como el agua para el pez de la siguiente historia.
Un pez se deslizaba por el agua. De repente sacó la cabeza y vio una tortuga en la playa a la que preguntó:
—Tortuga, ¿qué es el agua? Y la tortuga repuso:
—Has nacido en el agua, en el agua estás viviendo y en el agua morirás. Fuera de ti hay agua; dentro de ti hay agua. Te alimentas de lo que encuentras en el agua. ¡Pez necio, me preguntas a mí qué es el agua!

 

El hombre ecuánime

Esta es la significativa historia del hombre ecuánime. Era dueño de un caballo, pero cierto día por la mañana se despertó, fue al establo y comprobó que el caballo había desaparecido. Entonces vinieron los vecinos a condolerse y decirle:
—¡Qué mala suerte has tenido! Sólo tenías un caballo y se ha marchado.
Y el hombre dijo:
—Sí, sí, así es, así es.
Pasaron unos días y una mañana el buen hombre se encontró con que en la puerta de su casa no solamente estaba su caballo, sino que había traído otro. Vinieron los vecinos y le dijeron:
—¡Qué buena suerte la tuya! Ahora eres dueño de dos caballos.
El hombre repuso:
— Sí, sí, así es.
Ahora, al disponer de dos caballos, el hombre podía salir a montar a caballo en compañía de su hijo. Pero un día, el hijo se cayó del caballo y se fracturó una pierna. Vinieron los vecinos y le dijeron:
— ¡Mala suerte, muy mala suerte! Si no hubiera venido ese se­gundo caballo...
El hombre, tranquilamente, dijo:
—Sí, así es.
Pasó una semana y estalló la guerra. Todos los jóvenes fueron movilizados, menos el hijo herido al caer del caballo. Y vinieron de nuevo los vecinos a verle y le dijeron:
— ¡Tú sí que tienes buena suerte! Tu hijo se ha librado de la guerra.
—Sí, sí, así es —repuso serenamente.

¡No, mi hijo está conmigo!
Un hombre tenía un hijo. Por determinados motivos se vio obliga­do a viajar y tuvo que dejar a su hijo en la casa. Unos bandoleros aprovecharon la ausencia del padre para entrar en la casa, robar, destrozarlo todo y llevarse al joven con ellos. Después incendiaron la casa. Al poco tiempo volvió el padre y se encontró la casa quema­da. Buscó entre los restos y encontró unos huesos, que creyó que eran los de su hijo quemado. Introdujo los huesos en un saquito que ató a su cuello. Llevaba el saquito de huesos junto al pecho. Jamás se separaba del saquito, al que abrazaba con entrañable afec­to, convencido de que aquéllos eran los restos del muchacho. Pero el hijo consiguió huir de los bandoleros y llegó hasta la puerta de la casa en la que viviera ahora su padre. Llamó a la puerta. El pa­dre, abrazado a su saquito de huesos, preguntó:
—¿Quién es?
—Soy tu hijo— repuso el muchacho.
—No, no puedes ser mi hijo, vete. Mi hijo ha muerto.
No, padre, soy tu hijo. Conseguí escapar de los bandoleros. El padre aprisionó aún más el saquito de huesos contra sí.
—He dicho que te vayas, ¿me oyes? Mi hijo está conmigo.
—Padre, escúchame, soy yo. Pero el hombre seguía replicando:
—¡Vete, vete! Mi hijo murió y está conmigo. Y no dejaba de abrazar el saquito de huesos. En su apego por lo irreal e ilusorio el ser humano procede como ese padre y se niega a ver la Realidad.

 

El hombre que se disfrazó de bailarina

Una gran fiesta se celebraba en la corte del monarca. Iba a comen­zar la danza cuando sucedió que la bailarina enfermó de gravedad. Nadie quería decir al rey lo que había pasado, pero tampoco en­contraban a otra bailarina para sustituir a la enferma. Entonces, los colaboradores cercanos al monarca cogieron a uno de los sirvientes y le pidieron que se vistiese de bailarina y se pintase y adornase como tal. Así lo hizo el sirviente y, como una bailarina, danzó ante el rey.
La pregunta es: ¿Dejó, mientras actuaba, de saber que era un hombre y no la mujer de la que se había disfrazado? No es posible responder, pero el ser humano común es como si el sirviente se hu­biera creído que era una mujer por una total identificación y una completa carencia de autoconciencia. El ser humano se identifica con el cuerpo, la mente, el nombre y la forma y pierde la concien­cia de su naturaleza real. Tanto se identifica con la máscara de su ego, con la vestidura de su personalidad, que se olvida de su autén­tico y genuino ser interior.

 

Los acróbatas

Ésta es la historia de una niña y un hombre acróbatas. Viajaban por los pueblos de la India exhibiendo sus habilidades. El hombre sos­tenía un palo muy largo y la niña trepaba al extremo superior. Un día, el hombre le dijo a la niña:
—Para evitar que nos ocurra un accidente, lo mejor será que yo me ocupe de lo que tú estás haciendo y tú de lo que estoy haciendo yo cuando efectuemos la prueba.
Pero la niña replicó:
—No, eso no es lo acertado. Yo me ocuparé de mí y tú te ocu­parás de ti y así, estando los dos muy atentos a lo que cada uno de nosotros hace, no nos ocurrirá ningún accidente.
Atentos, conscientes de sí mismos y vigilantes, así deben estar los buscadores del crecimiento interior y la madurez interna.

 

Una insensata búsqueda

Una mujer estaba buscando algo en el suelo junto a un farol. Pasó por allí un hombre y se paró, curioso, a observar a la mujer, que afanosamente buscaba y buscaba. Intrigado, después de un rato, el hombre preguntó:
—Buena mujer, ¿podrías decirme qué buscas? Y la mujer repuso:
—Busco una aguja que he perdido en mi casa, pero como allí no hay luz, he venido a buscarla junto al farol.
Como esa mujer proceden la mayoría de los seres humanos, buscando la felicidad donde no es posible hallarla, en lugar de buscar en su propio hogar interno, por oscuro que resulte al principio.

 

Un preso muy singular

Este es el caso de un preso muy singular. Era un hombre que había sido encerrado en un calabozo de un pueblo. Un ventanuco enreja­do daba al exterior. Todos los días el preso se asomaba al ventanuco y comenzaba a reírse de la gente que veía en la plaza del pueblo. Extrañado, el guardián le preguntó:
—¿Puedes decirme de qué te ríes? Y el preso repuso:
—¿Cómo de qué me río? De todos ésos. ¿No ves que están pre­sos detrás de estas rejas?
El hombre común en su estado de semidesarrollo se autoengaña como el preso de esta historia, autoarrogándose una libertad y una armonía de las que carece, e incluso pudiendo subestimar a aque­llos mucho más evolucionados que él mismo.

 

El recluso

Ésta es una historia muy antigua. Refiere el caso de un recluso que tenía que ser trasladado de cárcel, para lo que tenía que atravesar toda la ciudad. Le colocaron un cuenco de aceite hasta el borde so­bre la cabeza y le dijeron:
—Un verdugo con una espada caminará detrás de ti y en el mis­mo momento en que derrames una gota de aceite te rebanará la ca­beza.
El recluso emprendió el camino. Se hallaba en el centro mismo de la ciudad cuando llegó un grupo de hermosísimas bailarinas. La pregunta es: ¿Logró el recluso diligentemente no ladear la cabeza y salvarla, o por el contrario, negligentemente, miró a las hermosas danzarinas y la perdió?
Este relato invita a mantener en todo momento la autoconciencia, la mente alerta y diligente. Debemos aprender a estar tan aten­tos como si la vida nos fuera en ello.

 

El árbol celestial

Un hombre llevaba muchas horas viajando a pie y estaba cansado y sudoroso bajo el sol implacable del día. Extenuado, se echó a des­cansar bajo un árbol. El suelo estaba duro y pensó qué agradable sería tener una cama mullida en la que reposar. Era aquél un árbol celestial que hacía los pensamientos realidad, así que la cama le fue concedida al exhausto viajero. Acostado en la agradable cama, pen­só que sería muy grato para sus cansadas piernas que una joven le proporcionase un masaje sobre ellas, y en seguida una mujer estaba aliviando la tensión de sus piernas. Bien descansado, el hombre sin­tió hambre y pensó en lo placentero que sería poder degustar una opípara comida. Surgieron los alimentos y el viajero comió hasta sa­ciarse. Se sentía feliz. Había reposado, una bella joven le había dado un masaje, y había llenado el estómago con sabrosos manja­res. Su mente comenzó a divagar. De repente le asaltó un pensa­miento: «Mira que si un tigre me atacara ahora». Apareció un tigre y lo devoró.
Tal es la naturaleza de la mente común.

 

Los monos

El discípulo fue hasta el maestro y le dijo:
—Te ruego que me proporciones un tema de meditación, ya que voy a retirarme durante varias semanas al bosque y meditaré muchas horas por día.
El maestro dijo:
—Puedes meditar en todo lo que quieras. Todos los temas de meditación están ahí para ti, pero lo único que te pido es que no pienses en monos.
«Eso es muy fácil», se dijo el discípulo, «puedo pensar en todo menos en monos». Se retiró al bosque.
Al cabo de varias semanas volvió hasta donde estaba el maestro, quien le preguntó:
—¿Qué tal te ha ido?
Y el discípulo, desalentado, contestó:
—Trate incansablemente de meditar en algo que no fuesen mo­nos, pero era en lo único que lograba pensar. Ésa es la mente indócil y superficial.

 

El barquero inculto

Un joven muy erudito y petulante tomó una barca para cruzar un río. De súbito pasó una bandada de aves y el joven preguntó al barquero:
—  ¿Has estudiado la vida de las aves?
—No, señor —repuso el hombre.
—Vaya, has perdido la cuarta parte de tu vida —dijo el joven. Poco después vieron unas plantas flotando en las aguas y el jo­ven preguntó:
— ¿Sabes botánica? ¿Has estudiado la vida de las plantas?
—No, en absoluto, señor.
—Pues has perdido la mitad de tu vida. Pasado un tiempo, preguntó el joven:
—¿De las aguas? ¿Qué sabes de las aguas?
—No sé nada, señor.
— ¡Oh, barquero! Sin duda has perdido las tres cuartas partes de tu vida.
En seguida la barca comenzó a hacer agua. Entonces fue el bar­quero el que preguntó:
—Señor, ¿sabes nadar?
—No —repuso el joven.
—Pues me temo, señor, que has perdido toda tu vida.
El saber libresco y la erudición sirven de bien poco. No es a tra­vés del conocimiento intelectual como uno recupera la mente origi­nal y se transforma interiormente, sino a través del conocimiento directo y vivencial.

 

El tigre que bala

Al atacar un rebaño, una tigresa preñada dio a luz y luego murió. El tigre creció entre las ovejas, y se comportaba como tal y se tenía a sí mismo por una oveja. Era sumamente apacible, balaba, pacía e ignoraba por completo su verdadera naturaleza. Pero un día llegó un tigre hasta el rebaño y lo atacó. Cuál sería su sorpresa al ver un tigre que se comportaba como una oveja. «Oye —le dijo—, tú eres un tigre.» Pero el tigre no hizo ningún caso y baló asustado. Enton­ces el tigre condujo al tigre oveja ante un lago y le mostró su propia imagen. Pero él seguía creyéndose una oveja, hasta tal punto que cuando el otro tigre le dio un pedazo de carne cruda, no quería probarla. Pero por fin se decidió a hacerlo y la carne cruda desató sus genuinos instintos y reconoció su propia naturaleza.
Como el tigre oveja es el ser humano común. Su naturaleza ori­ginal le pasa inadvertida, pues está, por ignorancia, totalmente identificado con sus actividades psicomentales, su ego y sus in­correctos enfoques.



LAS ENSEÑANZAS DEL GUERRERO ESPIRITUAL

Las enseñanzas que presento al lector en este apéndice son las que nos han ofrecido a lo largo de la historia de la humanidad aquellos que escalaron la cima de la conciencia y obtuvieron la liberación to­tal. Se han perpetuado desde la noche de los siglos y han sido cus­todiadas en toda época y latitud. La esencia es la misma; varían los conceptos y las interpretaciones. A aquel que se ha esforzado por hallar su naturaleza real y conquistarse se le ha denominado guerre­ro espiritual. Los primeros grandes guerreros espirituales, hace más de cinco mil años, fueron los yoguis que se lanzaron a la búsqueda interna, abocándose a la difícil pero prometedora empresa de la autoconquista y el autoconocimiento. Los buscadores de todo el mundo son los que mantienen viva la corriente de energía despierta y velan por la sabiduría perenne. Estas enseñanzas, que he dispues­to a modo de aforismos, son inspiradoras y cada uno las asume li­bremente a la luz de su entendimiento, sin ningún sentido coerciti­vo. Son un «instrumento», del mismo modo que el código de conducta interior expuesto en un apéndice de mi obra Ante la an­siedad. Un «instrumento» para «recordar» que uno ha decidido se­guir la vía del crecimiento interior, el autoconocimiento y la auto­conquista y que tal exige una actitud interior positiva y un talante firme para no desfallecer en el caminar por la senda de la evolución consciente. Estas instrucciones inspiradoras estimulan el sentimien­to de búsqueda y apuntan hacia la plenitud interior.
• La conquista sobre uno mismo y la consecuencia de la liber­tad interna es el propósito esencial del guerrero espiritual. Le pro­porciona así un especial significado a la existencia, que comienza a contar y tener su propio peso específico de segundo en segundo, de momento en momento.
• Pata alcanzar la "libertad interior y completar la conquista de uno mismo y la evolución consciente, el guerrero espiritual instrumentaliza toda actividad, circunstancia y situación para crecer, elevar la conciencia, desarrollar la comprensión lúcida y disponerse para ser tocado por la Sabiduría. Así da la bienvenida a todo lo que se pre­senta en su camino existencial, por doloroso que resulte. Nada en sí mismo es un obstáculo si se convierte en soporte de realización.
• Cultiva su temple. Es a la vez recio y manso, controlado y fluido. No descuida la actitud de coraje, enfrentando los miedos y temores. Aprecia la destreza y bruñe su carácter de guerrero con la meditación, la verdadera motivación y la apertura a la comen fe de energía despierta. Aprende a navegar en el nivel de lo cotidiano y en el de lo supracotidiano.
• Desconfía del ocio y no se entrega a la indolencia. Está pres­to. Se adiestra. Siempre preparado para la autoconquista. Pero ja­más es rígido ni compulsivo. Jamás es más indulgente consigo mis­mo que con los otros. Él es su propio desafío y su propio reto. La apatía no tiene hueco en su ánimo. No cede a los achaques de la negligencia. Preserva el filo del discernimiento y sabe que la Sabi­duría se gana y no se adquiere gratuitamente. Así no deja que su voluntad se agriete.
• Si algo valora, por encima de todo, el guerrero espiritual es la paz interior. Nada es superior a un destello de autentica paz. Nada es comparable. Pero esa paz es el resultado de una lucha sin tregua contra su propio ego. Se gana con dolor y con tesón. Es el oasis al final del desierto. No es el patrimonio de los débiles, y por eso aun en su propia debilidad encuentra fortaleza. No se permite su debilidad como pretexto, sino que de la debilidad extrae la fuer­za para continuar caminando. Se obtiene ventaja incluso de lo más desventajoso.
• El ánimo siempre vivo. El ánimo renovado. Aunque las heri­das sean profundas y largas como un río, el ánimo inquebrantable. Tal es el ánimo del guerrero. Del fracaso se hace una enseñanza: de la derrota, una victoria; de la pérdida, una lección de ecuanimi­dad. Un ánimo vital, pero sosegado. Un ánimo que previene contra las vacilaciones inútiles y que permite encarar las circunstancias ad­versas de la existencia sin ansiedad. Un ánimo que se mantiene in­cluso ante la muerte y que permite reconciliarse con ella con ele­gancia y lucidez. Ése es el ánimo que permite superar la angustia que atenaza a todo ser humano ante las situaciones especialmente difíciles. El guerrero espiritual procede como si esa angustia no se presentase... aunque se presente.
• La conquista de uno mismo es la más elevada y la más noble. Así lo sabe el guerrero, y así se sirve de todos sus recursos para irla haciendo posible. Invoca a la Energía haciendo uso de todas sus po­tencias. Así que el guerrero se abandona, pero no se abandona. Del mismo modo que espera sin esperar. De igual forma que cree en todo sin creer en nada. Es una paradoja viviente, porque la vida es en sí misma la gran paradoja por la que peregrina. Asume, pero no desfallece. Se emplea a fondo cuando es necesario; se retira a su intimidad abismal cuando las circunstancias lo requieren. A ve­ces es asaltado por la inmensa soledad propia de todo guerrero. Pero ésa es la batalla que mejor sabe librar. Soledad sí, pero no des­valimiento. Hay un sabor de plenitud e infinitud en la desenfrena­da soledad del ser humano. El guerrero se alimenta con ese sabor.
• El guerrero es un explorador de toda posibilidad, de toda ex­periencia, de todo itinerario. Su curiosidad es muy viva, aunque no compulsiva. Todo lo mira, de todo aprende, a todo le saca la inspi­ración. De ahí que nunca haya lugar para el aburrimiento; mucho menos para la timidez o el ánimo timorato. En su explorar consu­me mucha energía, pero debe aprender a renovarla. Sabe acumular energías y hacer uso de todos sus recursos. Cuando se siente débil se conecta con la Fuente Primordial. De ella toma su fuerza, su co­raje sereno, su intrepidez para penetrar en universos vedados para el ser humano común. El es instrumento de esa Fuente Primordial. Es humilde pensando que sólo es una mota en los vastos universos. Pero se tonifica sintiendo que esa mota forma parte de la unidad de la Fuente Primordial. Sabiéndose el instrumento de un poder más alto, no se identifica con la acción ni mucho menos con los re­sultados de la misma. Pero procede con destreza y hace lo mejor que puede en cualquier momento. Hace sin hacer, participa sin participar. No se entrega a desconcertantes aprensiones; no se deja desbordar por la inquietud. No se lamenta, no se autocompadece. No abre los portones de la duda por la duda. Confía en su energía de criatura viviente. Si sus fuerzas están a punto de agotarse, se re­fugia en la cueva del corazón y escucha la voz de la Amada (Energía Cósmica) que le infunde nuevos ánimos. Recupera así el espíritu del guerrero, que es su mayor tesoro, su más espléndida riqueza.
• El guerrero espiritual toma la vida como un maestro. Se acep­ta en principio como es, y desde la aceptación comienza su sendero de autodesarrollo, no al margen de la vida, sino en roce continuo con la vida. Jamás acepta la injusticia, cultiva el sentido de servicio y cooperación, hace la paz interior para compartirla, permanece en conexión con la más íntima realidad de iluminación y al tener que enfrentar situaciones ordinarias de la vida, lo hace desde la simpli­cidad que permite aprender. No gusta del artificio ni de la presun­tuosidad. Refina sus relaciones con los otros y consigo mismo y ape­la a la bondad que reside dentro de sí mismo y de los demás. Habla de corazón a corazón, y sabe que tiene en común con todos los seres sentientes del mundo la Sabiduría que surge de la Fuente Primordial, de lo Incondicionado e Inefable. Es el Conocimien­to que guía al guerrero espiritual y que está en simiente en todos los seres.
• El guerrero espiritual aprecia su cuerpo, lo atiende, lo dispo­ne, lo prepara. Sin apego, sin obsesión. También cuida su mente, la cultiva con esmero. Impone una dignidad a su carácter y examina
su conducta. Mediante la meditación recobra su armonía básica. La postura meditacional es símbolo del talante del guerrero. Desde la tierra en la que se apoya quiere proyectarse hacia la Totalidad. La meditación le permite potenciar su elemento vigílico, poner orden en su mente, abrir su corazón, sincronizar todas sus energías. Todos los guerreros espirituales se sirven de la meditación, pero cada uno a su manera.
• La intrepidez del guerrero espiritual consiste en abrirse, no en parapetarse, ni mucho menos atrincherarse. Asume el riesgo y espe­ra lo que ocurre, sin dejarse dominar por las frustraciones del pasa­do o las expectativas del futuro. Procede con precisión según las cir­cunstancias lo requieren. Es a la vez recio y manso. Vigila su pensamiento y su conducta. Aprecia en grado sumo la relación hu­mana. Sabe que no hay peor enemigo que un ego que se desborda, y que nada debilita tanto como la infatuación y la autoimportancia. Utiliza el discernimiento para abrirse camino aun en la confusión; apela al entendimiento que le proporciona la Enseñanza para arro­jar luz a través de la ofuscación. No ahoga jamás sus pasiones; las reorienta. Aprovecha todo momento para estimular el proceso de autoconocimiento.
• No crea resistencias, está. De nada sirve parchear y perderse en componendas: se enfrenta y asume el riesgo de rodar por el cam­po de batalla. Pero sin resistencias, los sucesos tal como son y sin ser distorsionados por la alucinación del pensamiento desordenado. El guerrero se adiestra viendo las cosas como son, para extraerles toda su sabiduría. No deja que su psicología se superponga a los acontecimientos y los falsee. Por eso no gusta de escapismos, sub­terfugios, autoengaños. No es negando el mundo fenoménico como éste se supera, sino penetrándolo con la atención muy des­pierta y ecuánime.
• No hay peor bruma que el autoengaño. El autoengaño ad­quiere caracteres de mayor gravedad en la senda del guerrero, por­que no hay que imaginar que se está caminando si no se está avan­zando ni una sola pulgada. La honestidad es el antídoto del autoengaño. Un guerrero espiritual puede dejar de ser todo menos honesto. Mejor es apartarse de la Enseñanza que estar en la Ense­ñanza sin comprometerse rigurosamente con ella. El guerrero espi­ritual desarrolla un gran sentido del humor, pero no juega con la Enseñanza.
• El guerrero espiritual se mira a sí mismo sin subterfugios. Es doloroso ponerse al descubierto, examinar las propias mezquinda­des, miedos, actitudes egocéntricas, tendencias neuróticas. Abre su psiquis en canal ante sí mismo. Se desgarra ante la propia visión de su interioridad y ahí halla toda su fuerza para emerger hacia una dimensión de veracidad. Se encara a todos sus fantasmas internos. No alivia ni amortigua sus miedos. Los instrumentaliza. Pone fin a las componendas. No se refugia en su torre de marfil psicológica, sino que emerge rompiendo las corazas que lo aprisionan y ahogan. Mira su mente, sus surcos repetitivos de conciencia, sus infinitos há­bitos autoprotectores, su impresionante urdimbre de autoengaños sutilmente tejidos. Reconoce su enrarecida atmósfera interna de miedos, resquemores, ansiedades, pretensiones falaces y egoísmos. Porque es un guerrero se enfrenta con sus deficiencias, no desfalle­ce, no se conforma. Contempla la necesidad de cambiar y comienza a modificarse. Ésa es su contienda. Conquistar el mundo no es nada al lado de lo que representa la conquista de uno mismo. Re­curre al poder de la mente y al del corazón. Aprende a pensar y dejar de pensar; a amar y ser compasivo. Recurre a su intuición de buscador.
• El guerrero espiritual alterna en sí mismo sensibilidad y cora­je. Con sensibilidad vive todas las situaciones; con coraje supera las circunstancias adversas. Porque es un observador diligente, aprende de cualquier circunstancia. Porque no se permite mantener su men­te embotada, sabe en todo momento cuál es su meta y con qué me­dios cuenta para caminar hacia ella. Porque mantiene muy viva la motivación de libertad interior, supera las fascinaciones de la vida cotidiana, acopia fuerzas y sigue caminando hacia la Realización.
• El guerrero espiritual trata de mantener su mente limpia. Nada de dogmas, ni ideologías ni obsesiones. Todo ello le roba su brillo, su fuerza, su talante. Nada de prejuicios ni adoctrinamientos. Todo ello le roba su frescura, su destreza. Confía en la observa­ción penetrante, más allá de filtros y acumulaciones. Sabe que el mejor consejero es la armonía interior, y la mejor lámpara, la com­prensión lúcida. Se apoya en la disciplina y el esfuerzo no coercitivo ni compulsivo.
• El guerrero pone los medios para ganar una dimensión de conciencia no contaminada por el apego y la aversión. En esa di­mensión de conciencia no hay angustia, y por tanto uno se puede relacionar con la vida y con las otras criaturas desde la cordura que proporciona la serenidad interior. Desde esta dimensión de con­ciencia, que no se pierde en ensoñaciones ni obsesiones, es posible acoplarse a la situación tal cual es y sacarle toda su inspiración y en­señanza. Cuando se procede así, todo es un acto meditacional. Hay un mensaje a cada instante y sobreviene una nueva espontaneidad que nada tiene que ver con el instinto ni la mecanicidad. Hay una refrescante adaptabilidad. Se adentra uno con destreza en el labe­rinto de lo mágico. No hay aferramiento; no hay resentimiento. Las cosas se viven con frescura, sin desgarramiento interior. Se sufre, se goza, desde la ecuanimidad y confiando en la propia energía y cali­dad de ser humano. Se es a pesar de todos los condicionamientos; permanece uno conectado con su naturaleza real, a pesar de todas las circunstancias. Cada situación adquiere relevancia, más allá de la rutina y el aburrimiento.
• El guerrero espiritual valora mucho la inteligencia pura, no los conceptos ni el pensamiento ordinario. La inteligencia pura es el arte de ver con claridad, de comprender con lucidez, de penetrar los fenómenos tal cual son. Esa inteligencia da por resultado el ver­dadero amor, el comportamiento honesto, la óptima relación con nosotros mismos y con los demás. Esa inteligencia permite que aflo­re una disciplina espontánea y natural, una mansedumbre no fingi­da ni artificial, una fluidez contagiosa y saludable. El guerrero espi­ritual se ejercita en cualquier modo de meditación para estimularla. Esa inteligencia pone al descubierto la realidad tal cual es y permite desplazarse hasta lo incondicionado. Desmantela el ego, disuelve el apego, quema los falsos ropajes y disfraces. Con esa inteligencia la mente no cree sus propias proyecciones, no hay posibilidad de infa­tuación, se deja de confiar para siempre en la agresividad o el afán de poder. Una inteligencia tal purifica; hace la actitud amorosa, pone armonía y orden dentro de uno mismo.
• Cuando el guerrero se siente o sabe solo, se conecta con el li­naje de los guerreros espirituales, se siente uno dentro del círculo interno de la humanidad, toma inspiración y fortaleza de aquellos que despertaron y realizaron su heroicidad espiritual. Entonces el guerrero recobra su valentía, su intrepidez, hasta su osadía. Los re­trocesos en la búsqueda sólo son aparentes. La consistencia es lo que cuenta. Toda la energía que los otros consumen en la autoimportancia, la obsesión, la competencia, el afán de aparentar y do­minar, el apego y la aversión, toda esa energía el guerrero la reo­rienta hacia la evolución consciente. Ese rico caudal de energía interior permite la conexión con la energía de todos los seres vivien­tes y así nunca se agota, sino que se renueva e intensifica. Amplian­do la conciencia con todo lo que está a su alcance, el guerrero des­cubre la afabilidad, el sentido de una brizna de hierba, la plenitud de lo impersonal y no referencial, la lucidez de la vigilia atenta y ecuánime, la sensación de libertad de la apertura sin barreras, el sa­bor reconfortante de enfrentar los hechos como son, sin subterfu­gios; el placer que proporciona le capacidad de explorar todo lo mágico sin dejarse contaminar, empañar o seducir por los fenóme­nos y sin perder la conexión con el ángulo de quietud y cordura.
• Aun los acontecimientos más triviales le sirven al guerrero para retomar el hilo de la conciencia. Al vaciarse de todo se llena de su propia realidad existencial. Al no tener la compulsiva necesi­dad de demostrar nada, todo sucede por sí mismo. Controla y flu­ye. Es de todos y de nadie demasiado. Está sin estar. Desarrolla una visión plena, no fragmentada. Confiando en su intuición primor­dial no necesita blindajes psíquicos. Muchas veces le asaltan los pensamientos neuróticos que forman las milenarias memorias de todo ser humano, pero aprende a manejarse con ellos. La medita­ción le capacita para no dejarse atrapar y encarcelar por las imáge­nes mentales.
• Buena parte del sufrimiento está en la mente. Así lo sabe el guerrero, y sabe que en la mente hay que resolverlo. De tanto mi­rar al pasado y al futuro, el ser humano no se dispone sagazmente para el presente. Habitando en la ofuscación e insatisfactoriedad de la mente, no puede haber comunión ni con uno mismo ni con los demás. El guerrero espiritual enfrenta su mente, se encara a lo con­ceptual, refrena la compulsividad del pensamiento reactivo, aplica la ecuanimidad a sus viejos impulsos, comprende que la mejor de­fensa es no alimentar neuróticas autodefensas, se entrena en dina­mitar los fundamentos del ego: identificación con la forma, el nombre, la imagen idealizada y la autoestima, la infatuación, los condicionamientos y adoctrinamientos, las reacciones y hábitos mentales, y otros.
• El guerrero aprende a estar en sí mismo, desde la serenidad. Si no aprendemos a estar con nosotros mismos, ¿adonde podremos ir que nos sintamos bien? El guerrero espiritual se desnuda psicoló­gicamente para ir más allá del fardo de su psicología. Sabe que no hay proceso sin sufrimiento, pero no genera sufrimiento sobre el sufrimiento. No cede a las fantasías, construcciones y coleccionis­mos del ego. Sabe que para ser hay que no ser.
• Las dificultades son las oportunidades de oro para el guerre­ro. Le estimulan a ser diestro, preciso, superar los temores, confiar en su energía para relacionarse sabiamente con la situación, apelar a su resistencia, paciencia y ecuanimidad. Las dificultades le ento­nan, le robustecen, le evitan que el ánimo enmohezca, le brindan la oportunidad para poner a prueba si realmente está evolucio­nando.
• La mente produce ofuscación y confusión, como la humedad recrea el musgo. Por eso el guerrero espiritual entra en su mente para en ella resolver la oscuridad y hacer la lucidez de la conciencia. Según la condición de la mente, lo que a uno ata a otro lo libera. La actitud de la mente es esencial. El guerrero la cuida como a una orquídea única e irrepetible. Meditar es resolver los problemas de la mente y descubrir toda la sutil estructura del ego para habitar más allá de sus reacciones y sus paranoias. Es el ego el que persigue y huye. Es el ego el que se aferra a los logros y se frustra; se sacia y se aburre. Pero cuando el guerrero se sitúa más allá de su ego y aprende a estar, descubre la inmensidad sin orillas que todo lo penetra.
• El guerrero alimenta un sentido de profundo respeto por sí mismo y por los demás. No hay verdadero amor sin respeto. Respe­tar es no dañar, no exigir, no obligar, no agredir, ni siquiera en la forma más sutil. Respetar es no manipular, no ser ladino, no servir­se de artimañas ni subterfugios para explotar material o psicológica­mente a los otros. Respeta a una piedra, una flor, un riachuelo, una criatura viviente. Su actitud de respeto exhala su fragancia incesantemente. Es por esa inquebrantable actitud de respeto que el guerrero jamás se muestra arrogante ni mezquino, ni se ampara en falaces remordimientos ni culpabilidades. Porque se respeta, es responsable y no se lamenta sin sentido. Porque se respeta, se com­promete a modificarse y pone realmente los medios para la muta­ción interior. El guerrero que no se respeta está al margen del arte de la guerra espiritual.
• El guerrero espiritual medita en la muerte como inevitable, imprevista, definitiva e irreparable, porque así potencia cada se­gundo de su vida y lo pone al servicio de la búsqueda. No hay tiempo que perder. Inspirándose en el mensajero divino de la muerte, el guerrero fortalece su propósito, pule su actitud, no bus­ca consuelos inútiles ni se deja seducir por los fenómenos, no se pierde en trivialidades, cultiva una conducta adecuada, no enreda con mezquindades, no cultiva emociones negativas, instrumentaliza todo para hallar el Conocimiento liberador, mejora sus relacio­nes, no pierde su tiempo en recuerdos o fantasías mecánicas, está siempre presto a la conquista de sí mismo, se crece ante la adversi­dad; fomenta sin tregua la atención y estimula la conciencia. Sabe que cuando logre morir a sus condicionamientos y a su ego, incluso el miedo a la muerte habrá desaparecido.
• El guerrero espiritual domina el arte del mirar inafectado. Manteniéndose en la energía del observador desidentificado, es li­bre. Esa libertad es su ganancia, es su logro, es su enjundia. En el
mirar inafectado, en el atestiguar desidentificado, no hay conflicto no hay tensión. Sólo hay la voluntad de ser. Esa energía del obser­vador adquiere toda su potencia cuando la mente aprende a silen­ciarse. Si cesa el charloteo de la mente y la atención se intensifica hasta su límite, el guerrero alcanza con su visión más allá de esas apariencias que a los otros detienen. En esa mente tan abismalmente silenciosa, tan inmensamente atenta, brota una energía transper­sonal que acrecienta la conciencia y ensancha la comprensión. Lo inefable, lo Incondicionado toma al guerrero. El fuego interior se despliega y quema las impurezas de la mente, deflagrando los há­bitos coagulados y permitiendo que surja una explosión de com­prensión que proporciona un giro a la mente y una manera hasta entonces insospechada de ver.
• El guerrero espiritual aprende a considerar, pero es indiferen­te a si le consideran o no. Como está en el intento de superar la autoimportancia, la infatuación y las actitudes egocéntricas, no se resiente ante juicios adversos, censuras, burlas o insultos de los de­más. No necesita insuflar su imagen idealizada. No necesita de máscaras y camuflajes. Se adiestra en el amor consciente, el que pone los medios para que los demás también completen su evolu­ción y sean felices.
• El guerrero espiritual hace su sendero de momento en mo­mento. Es la suya la senda sin senda. Requiere golpes de luz que le orienten, verdades para el esclarecimiento, claves para desarrollar la conciencia. Sabe que el destino juega con él, pero que él tam­bién puede llegar a jugar con el destino. Está preparado para que la muerte no le tome por sorpresa. Eso quiere decir que si la muerte llega y él previamente ha matado su ego, ¿qué podrá la muer­te arrebatarle?
 • Cultiva la paciencia porque nada espera que no sea lo que ocurre y porque este momento, por el hecho de serlo ahora, es el mejor para la realización) El guerrero cultiva la energía, porque sin ella toda apertura es imposible y el miedo le hará mella una y otra vez. Cultiva la confianza en la Enseñanza porque sin ella es como el amante que se extravía al no disponer de su amada. Cultiva la ecuanimidad como la cualidad de cualidades, como el equilibrista se entrena para no precipitarse a uno u otro lado. Se asemeja al ria­chuelo que, sagaz, sabe hallar los puntos de menor resistencia para seguir fluyendo hacia un cauce más generoso. Se parece a ese cielo que sabe permanecer en sí mismo sin que las nubes consigan arras­trarlo. El guerrero es como la montaña: firme, sólido y consciente, y como la nieve, esponjoso y amable.
• Está el guerrero en continuo aprendizaje, instrumentalizando lo cotidiano para su crecimiento interior, familiarizándose con lo desconocido y asomándose a lo incognoscible. Busca el signo más allá del signo. En el nivel de lo cotidiano usa la razón; en el nivel de lo supramundano se sirve de la intuición mística. Aprende a ca­balgar sobre el tigre de la vida; enfrenta la muerte con lucidez y conciencia. Desconfía de los sentidos; confía en la percepción pura, incondicionada. Da la bienvenida a todo lo que le ayuda a templar el ánimo; a todo lo que le proporciona sobriedad y ecuanimidad. Da la bienvenida a lo que le hace sentir humildad, a lo que lima su vanidad. Cualquier momento lo considera oportuno para adies­trarse en la superación de las interpretaciones personales y poder ver las cosas como son.
• Toda la energía que se pierde en mezquindades, pequeñeces, preocupaciones y heridas narcisistas, el guerrero debe aprovecharla para poder disponer de ella en el camino de la autorrealización. No se ofende, no se irrita, no recoge los insultos de los otros, pero es resistente en su no violencia, inquebrantable en su pasividad.
• Como el guerrero espiritual sigue la senda sin senda y hace camino a cada paso, recompone su estrategia espiritual siempre que su grado de evolución o las circunstancias lo requieran. Sólo algo se mantiene fijo: su carácter de honestidad consigo mismo.
• El guerrero espiritual pone los medios para poder emerger de la atmósfera de ilusión que hay en su mente condicionada. Tiene que superar adoctrinamientos, patrones de conducta, reacciones coaguladas, esquemas y condicionamientos, descripciones petrifi­cadas.
• El guerrero gusta de ponerse al borde del precipicio para que todos sus resortes de intrepidez le vengan a la mano. No pierde ja­más la conciencia, porque sabe que la negligencia es el puente ha­cia la oscuridad. Si el desfallecimiento le asalta, recuerda su propó­sito. Si la angustia le atrapa, en lugar de contraerse, pone su osamenta en manos de la Energía Cósmica. Si el miedo le aborda, se establece en la energía del que mira inafectadamente.
• Desarrolla a cada momento la comprensión de su meta; la comprensión de los medios hábiles; la comprensión de lo idóneo a hacer en cada momento y circunstancia. Se entrega, pero no se que­ma. Se da, pero no se desertiza. Jamás cultiva relaciones de depen­dencia; se niega a hacerle el juego a sus propias carencias psicológi­cas o a las carencias de los demás. No pierde las oportunidades; no deja pasar la bandeja de la providencia. Aprende a adaptarse. Sabe escuchar la sabiduría de su cuerpo, de su mente y de su corazón. Vela por su bienestar físico y mental. No desaprovecha sus energías. Cuenta con la atención bien dispuesta como el gran rival contra el desequilibrio y el desorden.
• El guerrero aprende a desestructurarse para volver a estructu­rar en el nivel que precisa. La disolución no le espanta; sabe que es una fisura hacia lo Inmenso. Reconoce los distintos niveles de percepción y sabe en cuáles debe confiar y en cuáles no. Descubre que más importante que aprender es desaprender, que aún más importante que ser es no ser. Se propone despertar del sueño psico­lógico. Es un guerrero espiritual el que lo intenta y pone los medios para ello. Desconfía de las leyes hechas por los hombres dormidos, de las reglas fabricadas por mentes embotadas. Sabe que nada hay tan peligroso como el dogma y la creencia ciega. Aprecia más que nada la ternura y sabe que lo mejor que se puede hacer por los otros es amarlos conscientemente.
• El guerrero espiritual no malgasta su tiempo en tratar de bus­car una respuesta a los imponderables. Su vida anterior o su vida posterior no cuentan cuando se está viviendo el momento presente y proporcionándole un sentido de búsqueda. No cree en conceptos, sino en vivencias que modifican la mente y la conducta. Sabe que la vida sin un sentido es atroz. Que esa misma atrocidad es una bendición si se utiliza para acrecentar la conciencia y recobrar la Sa­biduría.
• Lo peor que puede hacer un guerrero es traicionarse a sí mis­mo; traicionar su fortuna, su destino. Ha escuchado la Enseñan/a, tiene medios para ponerla en acción y acrecentar la conciencia, ha adquirido un compromiso. Si se traiciona, ¿que peor enemigo pue­de haber para él que él mismo?
• El guerrero no alimenta ilusiones. Sabe que en el espacio ex­terno la mayoría de los acontecimientos y eventos escapan a su con­trol. Es por eso que apunta hacia la mente y es su mente la que trata de cambiar. Es un alquimista de sus profundidades; es un mago de su psiquis. Ante lo inevitable, no guerrea; asume. Lo que debe ser modificado y puede modificarlo, lo hace. No cree en las palabras; mucho menos en las promesas. Cree en la actitud y en los actos. Desde su ser inafectado mira la vida como un sueño, un car­naval. Sortea los reflejos, mantiene la clara conciencia en el juego deformante de imágenes de la mente condicionada. Toma la vida por asalto. Cierra los oídos a los elogios y a las increpaciones. Valora el esfuerzo personal cuando es el resultado de la impresión y de la independencia. Embellece su mente con emociones positivas. No hace de su mente un estercolero, ni un erial de su corazón. Limpia su hogar interior y lo abre a los demás.
• No engaña, no falsea los hechos, no se sirve de subterfugios y artimañas, no trata de presentarse mejor de lo que es para ganar méritos. El es su propio juez, su propio testigo. Si algo no debe ser un guerrero es ser mezquino. La mezquindad descalifica al guerre­ro. Debe hallarle el gusto a la generosidad, pero su generosidad ja­más es debilidad. Nunca se presta a las manipulaciones, exigencias o reproches de los otros.

• El guerrero es un peregrino en la Vía Láctea hacia el Conoci­miento. Su mayor inspiración es la libertad interior, Camina codo con codo con todos los guerreros espirituales de la tierra. La no violencia es su fuerza más poderosa. Cada momento de paz infinita es su recompensa más elevada. Sabe que al nacer a esta vida murió a otra forma de ser, y que al morir nacerá a otro modo de ser. Porque no tiene armadura y es como el espacio abierto, se siente segu­ro; no hay dardo que pueda herirle. Camina veloz, pero no se im­pacienta. No se agota, aunque se fatigue, porque dispone de toda la energía de la corriente de conciencia despierta. Forma un eslabón con la inmensa cadena de los guerreros del espíritu. Aboga por las tolerancias y la indulgencia. No cree en las espadas ni en las lanzas, pero confía en la bondad primordial de los seres humanos. Toda criatura viviente habita en su corazón. Porque se sabe incompleto, aspira a la Plenitud.